REPENSAR EL ESTADO O DESTRUIRLO
Tomás-Ramón
Fernández Rodríguez.
El Mundo (7-11-2012).
El Mundo (7-11-2012).
Repensar el Estado o
destruirlo es el subtítulo -y también la conclusión- del Informe sobre España
que ha escrito con la brillantez y el rigor en él habituales el profesor
complutense Santiago Muñoz Machado.
Somos una aplastante
mayoría que crece día a día y se aproxima ya a la unanimidad (un 93%, según el
barómetro de Metroscopia del 7 de octubre, es partidario de una reforma
profunda -49%- o parcial -44%- de la Constitución) los que creemos que ha
llegado el momento de plantearnos seriamente el problema del Estado de las
Autonomías y de su imprescindible reforma si no queremos que el Estado a secas
termine destruido o, incluso peor, podrido hasta los tuétanos.
Muñoz Machado no se ha
limitado, sin embargo, a afirmarlo a priori, a impulsos como tantos otros de
una intuición estimulada por los acontecimientos cotidianos que rozan muchas
veces y en algunas ocasiones rebasan incluso lo esperpéntico, sino que,
poniendo la razón jurídica por encima de esos impulsos, ha elaborado un
análisis profundo y preciso de la situación, partiendo de sus orígenes y
poniendo el foco en los defectos técnicos de la obra y en los errores, abusos y
desfallecimientos de sus múltiples intérpretes que nos han traído hasta aquí.
Un análisis que ha
procurado -y conseguido- “superar los oscuros dominios del lenguaje técnico”
para ser asequible a cualquier lector culto, pero sin renunciar al rigor
imprescindible si no se quiere terminar sepultado por la avalancha de opiniones
improvisadas que, con buena fe muchas veces y sin ella otras, se nos vienen
encima en estas críticas -sí, críticas, lo subrayo- circunstancias que nos ha
tocado vivir.
Algunos de los defectos
y errores que el libro analiza son perceptibles inictooculi sin esfuerzo
alguno. Es el caso de “la multiplicación arbitraria de los organismos públicos”
o, incluso, el de la ruptura de la necesaria unidad de mercado que resulta de
la repetición mimética de normas y técnicas de intervención por las Comunidades
Autónomas, que yo denuncié hace ya unos años en estas páginas utilizando el
ejemplo de las tauroautonomías, esto es, de la proliferación, auténticamente
grotesca, de reglamentos taurinos.
Hay otros, en cambio,
que no lo son tanto y que importa mucho que sean conocidos y, por lo tanto,
explicados, bien explicados, como aquí lo son.
Importa, en efecto,
saber en qué consistió el error originario, que el autor cifra “en reproducir
las soluciones de 1931 sin más valoraciones ni enmiendas”, es decir, en
renunciar a regular en la propia Constitución la deseada descentralización del
poder, en fiarlo todo al libre juego del principio dispositivo, del que podía
resultar cualquier cosa, tanto un Estado pluriforme y como tal inmanejable,
como esto que hemos dado en llamar Estado de las Autonomías, cuyas piezas han
terminado siendo 17, como podían haber sido ocho, 14 o 21. Nadie lo decidió así
de antemano, nadie lo “inventó”. Surgió por las buenas, como un subproducto de
la dinámica política de la Transición, en la que había que sacrificarlo todo al
consenso, que era, ciertamente, imprescindible para salir pacíficamente de una
larga dictadura y emprender el camino de la democracia que los españoles del
momento conocíamos sólo de referencias porque no habíamos tenido nunca
oportunidad de vivirla. Importa también saber que los tan traídos y llevados
“hechos diferenciales” en los que abusivamente se encaraman algunos con el
propósito de llevarse la porción más grande del pastel son realmente
ilocalizables, excepción hecha, claro está, de las lenguas, solemnemente
reconocidas en el pórtico mismo de la Constitución.
Importa saber igualmente
con la necesaria precisión hasta qué punto resultan inextricables el reparto
competencial entre el Estado y las comunidades autónomas y la maraña
legislativa resultante de la actividad de 18 legisladores compulsivos, exceso
éste que contrasta llamativamente con la carencia de las técnicas necesarias
para asegurar la ejecución de la legislación estatal, que se ha hecho visible
dramáticamente con la crisis económica en la que sin-vivimos.
E importa saber, en fin,
el papel que en todo ello ha jugado el Tribunal Constitucional con sus
desfallecimientos. El autor es aquí muy crítico pero, a mi juicio, se ha
quedado corto o, dicho de otro modo, ha sido demasiado deferente con la
deferencia (la redundancia es deliberada) que “el supremo intérprete de la
Constitución” ha mostrado no sólo con el legislador estatal, sino también y
sobre todo con las comunidades autónomas, víctima de un síndrome autonomista
que les ha llevado, no sólo a él sino a la mayoría de los actores (y de los
autores que les han coreado) de la política de estos decenios a la
identificación subconsciente de autonomía y descentralización con progresismo
en una suerte de respuesta refleja a la precedente identificación de dictadura
y centralismo.
El análisis impecable se
acompaña, como era obligado, de una exploración de los posibles remedios a los
errores, defectos y abusos detectados a lo largo de cada uno de los capítulos.
No hay una propuesta final, ya que en las primeras páginas del libro se afirma
que la crisis constitucional en la que nos hallamos “ha convertido la reforma
en indispensable”, de modo que “o la Constitución se arregla... o puede
producirse una seria debacle en un futuro inmediato”.
CONSCIENTE de la
necesidad de un pacto entre los dos grandes partidos y de la dificultad de
alcanzarlo para poder realizar esa reforma, el autor se esfuerza en apurar las
posibilidades de arreglar la organización y funcionamiento del Estado de las
Autonomías utilizando la legislación orgánica y ordinaria y no duda en afirmar
que su tesis “es que una reforma importante de la situación establecida puede
llevarse a efecto por dicha vía”.
Esta actitud pragmática
otorga al libro un plus porque asegura su utilidad en escenarios muy
diferentes, lo que resulta importante en tiempos en los que la incertidumbre es
la nota dominante.
Yo soy menos
posibilista. Es mejor, como dice el refrán, ponerse una vez colorado que cien
amarillo. Las reformas legislativas son, en principio, un poco más fáciles en
teoría porque podría hacerlas sólo el partido en el Gobierno, pero tendrían que
ser muchas, se dilatarían demasiado en el tiempo y tendrían enfrente a todos
los demás sin excepción alguna. A pesar del consejo ignaciano, que el Gobierno
parece seguir, creo que nunca vamos a encontrar un momento mejor que éste para
reformar a fondo la estructura del Estado, no para liquidar el Estado de las
Autonomías, porque es indiscutible que en estos 30 años ha echado raíces, pero
sí para racionalizarlo y para poner en él el orden que le ha faltado, porque
surgió desordenadamente, creció a empellones y amenaza con venirse abajo y
sepultarnos bajo sus ruinas.
Existe una coincidencia
sustancial en este sentido, que tiene simplemente que superar el fetichismo
federalista de una izquierda poco segura de sí misma que no termina de darse
cuenta de que ha perdido la posición de privilegio que un día tuvo (el PSOE fue
la primera fuerza política en el País Vasco en las primeras elecciones de 1977,
¿lo recuerdan?) entre otras cosas por ser o parecer más nacionalista que los
nacionalistas en lugar de hacer una política de izquierdas con el consiguiente
abandono de su clientela natural (el ejemplo del PSC es en este punto
patético).
Los federalistas, los
inmovilistas y los separatistas encontrarán en el epílogo del libro una
respuesta adecuada para los fantasmas que pueblan sus sueños. A partir de ahora
ya no hay excusas para la inacción: basta leer este libro para saber lo que hay
que hacer.
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