El debate de las lenguas en España
Joseba Arregi.
Publicado en El Mundo, (19-6-2009).
"La
convivencia de las lenguas en España se está convirtiendo en un problema
considerable"
No
hace falta mucha perspicacia para darse cuenta de que la convivencia de las
lenguas en España se está convirtiendo en un problema considerable. Es probable
que la realidad diaria no sea tan alarmante como lo puedan hacer parecer
ciertos casos individuales que existir, existen, y son reflejados por los
medios de comunicación, pero también es más que probable que la alarma no se
deja reducir al empeño de algunos medios de comunicación, y de algunos
partidos, especialmente el PP, a crear alarma donde no existe más que perfecta
armonía. Sin engarce en la realidad no se pueden construir comunicativamente ni
alarmas ni problemas.
Llama
la atención que quienes de un lado hablan de la nación española en el sentido
de la nación etnolingüística construida por el romanticismo alemán, y que
quienes, por otro lado, se sirven de la diversidad y de la diferencia
lingüística para derivar de ellas consecuencias políticas de tipo nacionalista,
recurran permanentemente a la necesidad de despolitizar la cuestión
lingüística. El tratamiento de las lenguas se ha convertido en cuestión
política por excelencia con la constitución de los estados nacionales.
El
hecho de que la constitución española establezca una jerarquía entre las
lenguas españolas -el español cuyo conocimiento es un deber, y las lenguas
españolas que pueden ser cooficiales si así lo determinan los respectivos
estatutos de autonomía- es un hecho político por excelencia. Y la declaración
de cooficialidad del euskera o del catalán y del gallego, afirmando además que
el catalán o el euskera son, a diferencia del español, lenguas propias de las
correspondientes comunidades autónomas -con el añadido del deber de conocimiento
en el nuevo estatuto catalán-, son también hechos políticos por excelencia.
Estamos,
pues, ante un debate ciertamente político. Un debate que tiene mucho que ver
con la estructura del Estado, con el discurso de la España plural, con la
integración o no de los nacionalismos periféricos en un proyecto estatal común.
Un debate que tiene que ver con derechos básicos de los ciudadanos, con
obligaciones también importantes de los ciudadanos, con la cohesión social, con
el derecho al trabajo, con la libertad lingüística dentro de los parámetros
fijados por la declaración de cooficialidad de las lenguas. No es un debate
estrictamente cultural, ni un debate puramente lingüístico. Es un debate
político y es mejor tomarlo como tal.
Como
este debate corre el riesgo de ser malinterpretado por la situación lingüística
de los participantes, vaya por delante que quien esto firma es vascoparlante
monolingüe de familia, alguien que aprendió español o castellano en la escuela.
Pero también alguien para quien el castellano no es lengua extraña, para quien
el castellano es tan lengua propia como el euskera, lengua ésta de relación
familiar casi en exclusividad, y de trabajo en la universidad. Alguien que no
tendría inconveniente alguno en sustituir la obligatoriedad constitucional del
conocimiento del castellano por la constatación del valor de lengua franca del español para la cohesión del estado. Y
alguien que no tendría inconveniente en cambiar el calificativo aplicado por el
estatuto vasco al euskera como lengua propia, a diferencia del español.
España
es diversa y plural. Es un hecho. En España se hablan varias lenguas, además
del español. También es un hecho que la diversidad de lenguas en España no es
como en Suiza, que no cuenta con una lengua franca, o como en Bélgica, donde
tampoco existe una lengua común. En España sí existe una lengua común. Por eso,
el discurso de la España plural no tiene sentido, ni responde a la realidad, si
no se completa con el discurso de la pluralidad de Cataluña, de Euskadi y de
Galicia: estas comunidades autónomas no son homogéneas en términos
lingüísticos, sino plurales. Como lo son, por cierto, también, en el
sentimiento de pertenencia.
Existe,
sin embargo, una diferencia en lo que al hecho de la pluralidad de España y de
la pluralidad de Cataluña, Euskadi y Galicia se refiere: desde el punto de
vista lingüístico existen amplios territorios y amplias demografías en España
que son homogéneas en castellano, y la pluralidad se refiere a que existen
zonas en las que está presente, además del castellano, otra lengua. En
Cataluña, Euskadi y Galicia no existe prácticamente ningún kilómetro cuadrado,
ni ningún segmento o zona poblacional homogéneo en cuanto a la presencia de una
única lengua: estas comunidades autónomas son estructuralmente mucho más
plurales que lo es España en su conjunto.
En
los debates recientes muchos se han referido a que el español no está en
peligro en Cataluña. Pero no es ésa la cuestión: la cuestión no está en los derechos de la lengua, sino en los derechos
de los hablantes. De la misma forma que un hablante bilingüe puede en
Cataluña o Euskadi reclamar la satisfacción de su derecho a ser atendido por la
administración en la lengua de entre las oficiales que elija, el mismo derecho
le asiste a un ciudadano monolingüe, por lo que no puede haber, en este
contexto de derechos, una lengua privilegiada de la administración.
En
el contexto educativo, no existe un derecho a ser escolarizado en la lengua
materna, y menos por razones supuestamente pedagógico-psicológicas. Pero sí
existe el derecho de los padres a que la
lengua de su elección de entre las cooficiales sea también lengua vehicular.
Y ante este derecho fallan los argumentos de que la otra lengua cooficial está
en situación de debilidad, de que ya aprenderán esa lengua de elección en la
calle o en los medios de comunicación, entiéndase la televisión, que el
monolingüismo de inmersión es el único medio que garantiza la cohesión social,
y está dando buenos resultados. Ninguno de estos argumentos anula el derecho de
los padres a reclamar que la lengua que quieren sea también vehicular en la
enseñanza de sus hijos. Dicho simplemente: no hay razón alguna, y menos
técnicas, para esconder en la enseñanza ninguna de las lenguas cooficiales de
una comunidad autónoma como lengua vehicular.
Otra
cosa es que en una sociedad con la presencia de dos lenguas, los monolingües sí
debieran reconocer su obligación de facilitar la comunicación en cualquiera de
las dos lenguas, siempre desde la constatación de que no existen sociedades bilingües perfectas, unas en las que todos
los ciudadanos fueran igual de competentes en las dos lenguas.
En
el ámbito del trabajo, se enfrentan dos derechos -y la política es el arte de
priorizar unos derechos sobre otros- el derecho de los bilingües a ser atendidos
en la lengua de su elección, y el derecho de los monolingües o de los bilingües
imperfectos a que muchos puestos de trabajo, además los mejor cualificados -por
seguridad de empleo y también por condiciones económicas-, no les estén
vedados. El derecho al trabajo debe primar sobre el derecho electivo a ser
atendido en una determinada lengua oficial, máxime cuando este derecho puede
ser atendido sin dañar el otro.
Todas
las políticas lingüísticas se encuentran con un problema crucial: es bastante
fácil instrumentar desde la administración los mecanismos necesarios para
asegurar que las generaciones futuras tengan un conocimiento básico suficiente
de la lengua en situación de minoría o de debilidad. El problema surge cuando
al aumento en el conocimiento no le sigue un aumento en el uso social de la
lengua aprendida y minorizada.
Es
en ese momento en el que todos los responsables de política lingüística se
ponen muy nerviosos. Y la reacción más común ante ese problema crucial de las
políticas lingüísticas es dar una vuelta más de tuerca, pasar de la
planificación posible y aceptable de los instrumentos que garanticen el
conocimiento de una lengua por parte de las nuevas generaciones, a intentar planificar por medios de
promoción y ayuda, pero también por medios
coercitivos lo que ni es posible ni
es lícito planificar desde la administración pública: el uso de una lengua,
pues esta planificación choca con la libertad básica y fundamental de los
individuos. Y ahí está la frontera de lo democráticamente aceptable.
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