ESTADO Y CIUDADANOS VAN EN EL MISMO BARCO
Rodrigo Tena, El Mundo (1-8-2012)
Decía
Maquiavelo que “las repúblicas bien organizadas deben mantener el erario público
rico y a los ciudadanos pobres”. Con ello quería insistir en la importancia de
buscar el bien común postergando los intereses particulares, aparte de advertir
del riesgo de que las desigualdades de riqueza y poder lleven a la república a
su ruina. Hoy día, sin embargo, comprobamos dolorosamente que es imposible
distinguir una cosa de la otra. En un mundo globalizado, la pobreza o riqueza
del Estado está íntimamente ligada a la de sus ciudadanos, y cualquier intento
de separar una de la otra está condenado irremisiblemente al fracaso, como
estamos viendo estos días.
Durante
algún tiempo, al inicio de la crisis, se acudió a la ficción de alegar que el
problema de España era su deuda privada, pero que las cuentas públicas estaban
perfectamente saneadas y eran un modelo de rigor fiscal. El autoengaño nunca ha
sido buen consejero. En realidad, uno de los efectos más perniciosos de la
burbuja inmobiliaria fue esconder lo artificioso de nuestras finanzas públicas.
Los bancos pedían prestado al exterior miles de millones de euros para
introducirlos en el mercado inmobiliario y financiar la burbuja, pero,
lógicamente, una cantidad muy importante terminaba en las arcas de las
distintas administraciones, mediante pago de licencias, tasas e impuestos de
todo tipo. Gran parte de ese dinero se ha tirado de manera lamentable en
infraestructuras innecesarias, cuando no surrealistas, a mayor gloria de sus
promotores. Pero, con mucho, el mayor disparate consistió en crear con esa
financiación, como si fuera a durar para siempre, una extensísima red política
y administrativa de naturaleza profundamente clientelar, que ahora resulta
todavía más difícil desmontar que el aeropuerto de Castellón.
Cuando
dejó de fluir el dinero de la burbuja nos encontramos con un Estado totalmente inflado, lo que ya de
por sí es malo, pero además inflado a conveniencia de las élites directivas de
nuestra partitocracia, lo que es mucho peor. Hoy contamos con cientos de
organismos de toda forma jurídica cuya finalidad básica no es prestar un servicio
público necesario, sino la conservación de la influencia política de sus
promotores. Por eso, a la hora de adelgazar ese Estado que ya no podemos pagar,
es comprensible que quienes deben hacerlo intenten conservar en la medida de lo
posible esas estructuras que han contribuido a apuntalar su poder, aunque sea a
costa de adelgazar otros sectores públicos mucho más relevantes, como la
sanidad, la educación, la investigación, la dependencia, etcétera. Además, hay
que tener en cuenta que técnicamente no
resulta nada fácil liquidar esa compleja estructura, pues todos los mecanismos de control, vigilancia
y dirección que facilitarían hacerlo han sido desmantelados, especialmente
en el ámbito autonómico. Todo ello sin olvidar que el despedido que protesta
hace igual de ruido, ya venga de una televisión autonómica que de un
laboratorio.
Pero la
consecuencia final es que, como el resultado de esta política defensiva es
conservar un Estado ineficiente, la deuda pública no sólo no disminuye, sino
que incluso sigue aumentando a medida que el parasitismo sobre el sector
productivo se agudiza y éste continúa contrayéndose. El sector privado se ve
obligado a sufragar, vía impuestos cada vez más altos, organismos públicos que destinan la mayor parte de su presupuesto a su propia
conservación, mientras se rebaja de manera lineal sueldos a los
funcionarios (a los que son productivos y a los que no). De esta manera, se
empobrecen simultáneamente el Estado y los ciudadanos, en una espiral que no
parece tener fin. El problema, por tanto, no está sólo en que el Estado tenga
que salir como valedor de las deudas que los particulares y los bancos no
pueden pagar a sus acreedores internacionales, implicando así el riesgo de que
aquéllos le lleven a la quiebra; sino también en que la ineficiencia del Estado
está empobreciendo aún más a sus ciudadanos, incapaces de pagar sus deudas y de
sufragar a la vez ese sector público que teóricamente ha de rescatarles.
Decía
también Maquiavelo que “el peor defecto que tienen las repúblicas débiles es
que son irresolutas, de modo que todas las decisiones las toman por la fuerza,
y si alcanzan algún bien lo hacen forzados, y no por su prudencia”. Con ello
quería destacar un defecto moral más que material: una república que no
reflexiona adecuadamente sobre las consecuencias políticas de sus actos y actúa
al impulso de lo inmediato, está condenada al desastre. Nuestro presidente
alega que actúa por necesidad, obligado a elegir cada día “entre lo malo y lo
peor”, pero de esta manera no hace más que revelar su propia incapacidad. La
única solución para romper este círculo infernal consiste, paradójicamente, en
mirar al medio y largo plazo, y convencer a propios y extraños que así se está
haciendo. Para ello no hay más remedio que elaborar un plan integral de
racionalización del sector público, político y administrativo, y comenzar a
ejecutarlo de inmediato. Por supuesto, un plan serio y ambicioso que prescinda
radicalmente de los intereses de la clientela y no tenga otro objetivo que
servir a los intereses generales.
En ese
cometido los ciudadanos tenemos una
grave responsabilidad. No sólo exigirlo incesantemente y, una vez
conseguido, vigilarlo, sino también lo que es mucho más difícil, soportarlo. La
racionalización del sector público va a suponer muchos sacrificios a demasiada
gente. El cierre de las televisiones públicas autonómicas, de las embajadas en
el exterior, de los centros de alta tecnología en lugares recónditos, en
definitiva, de los cientos de empresas públicas que deben desaparecer, aparte de
privar merecidamente de su bicoca a los enchufados de turno, va a causar muchos
dramas personales a quienes no tienen la culpa de nada. Sin embargo, no hay más
remedio que hacerlo, y por eso habrá que aprender a distinguir entre el recorte
necesario, y el injusto por improcedente y ventajista. No comprenderlo así es
cometer el mismo pecado que en este momento se atribuye al señor. Rajoy: la
injusticia del café para todos.
Pero,
obviamente, ese debe ser el último paso en un esfuerzo colectivo, y el que
tiene la responsabilidad de iniciarlo es el Gobierno del PP, que cuenta con
mayoría absoluta en la Cámara y gobierna en la mayoría de las comunidades
autónomas. No obstante, si el actual presidente sigue reconociéndose incapaz de
llevarlo a cabo, como ha confesado hasta ahora, entonces debe activar los mecanismos democráticos de
sustitución necesarios para dar paso a otras personas que puedan abordar
esa tarea. El tiempo para tomar decisiones se agota. Es necesario comprender
que esas mayorías actuales no pueden constituir un baluarte defensivo duradero
frente a la “verdad factual”, que constituía el punto de apoyo de toda la
reflexión de Maquiavelo, y que necesariamente termina siempre por imponerse.
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