Un modelo político agotado
Rodrigo Tena, notario.
El Mundo (30/04/2012).
El único aspecto
positivo de la profunda crisis que atravesamos quizá sea disponer de la siempre
interesante oportunidad de presenciar, en primera fila y a tiempo acelerado, el
derrumbe de un sistema político, aunque eso sí, con el grave inconveniente de
no saber cuánto va a durar todavía, qué va a sustituirlo y, especialmente, cómo
va a hacerlo.
Es necesario asumir que
esta crisis deriva de un conjunto de incentivos
perversos que afectan necesariamente a todo aquel que ocupe el poder
jugando con las reglas ahora en vigor.
No existen incentivos
para ejecutar estrategias a largo plazo. Más aún, la dirección de los partidos
está apoyada en un extenso y trabado régimen clientelar que disuade de adoptar
medidas de adelgazamiento y racionalización del sector público. Como hemos
visto con los actuales presupuestos, los recortes se centran en la inversión y
en los servicios públicos esenciales, mientras se permite que las numerosísimas
entidades y empresas públicas, al disminuir sus ingresos, sigan consumiendo el
grueso de sus presupuestos en su propio mantenimiento. Un sistema de
organización territorial abierto y en constante mutación fomenta que la
ambición personal de poder se imponga siempre a la racionalidad y a la
eficiencia.
Una partitocracia tan
cerrada como la nuestra impide asumir responsabilidades por las derrotas. Los
candidatos repiten hasta la extenuación, sin más aval que el apoyo del aparato
del partido que, evidentemente, ellos han montado a su imagen y semejanza por
la fácil vía de respaldar a su vez a aquellos fieles que han probado su lealtad
en los momentos difíciles.
La consecuencia es una
dirección política sin verdaderos incentivos para asumir reformas estructurales
claves para el futuro del país. Pedir a los políticos que se olviden de sus
intereses particulares y se sacrifiquen por el interés general es no comprender
cómo funciona este sistema partitocrático que hemos construido entre todos. Los
líderes con personalidad y visión de Estado capaces de asumir ese riesgo (y
hasta de salir airosos) son muy escasos, y de cualquier forma no son los que
selecciona y promueve este sistema.
Nuestro sistema no ha
sido capaz de conseguir que nuestros políticos prefieran el Derecho Público a
sus intereses partidistas, y está en camino de conseguir que a los ciudadanos
de a pie les ocurra lo mismo. Medidas como la amnistía fiscal o los indultos a
financieros y políticos corruptos no ayudan a generar la necesaria adhesión al
sistema, imprescindible para garantizar su supervivencia.
Cuando un sistema
político llega a este punto, está condenado a cambiar. Puede hacerlo
inteligente o traumáticamente, tras un largo y agónico proceso de degeneración.
En la mayoría de los casos suele pasar esto último. Las inercias creadas por
los intereses en juego son demasiado poderosas como para que el cambio se haga
desde dentro.
Ahora bien, es necesario
comprender que la temida intervención desde fuera por la UE o el FMI, de
producirse, no solucionará ningún problema. Los acreedores se preocuparán
solamente de lo suyo, no de refundar el Estado en beneficio de las nuevas
generaciones. La simple amenaza de la intervención tampoco resultará lo
suficientemente motivadora para emprender reformas clave. La reacción se
limitará, como ya estamos viendo, a intentar aplacar a los acreedores sin poner
en riesgo las propias prerrogativas, acudiendo antes que a eso, si es
necesario, a las peores estrategias de la razón de Estado, como demuestra la
citada amnistía fiscal.
El resultado más
previsible, por tanto, será un escenario de creciente desafección y
contestación social, en el que los nacionalistas intentarán aprovechar la
oportunidad para forzar la máquina y lograr así su aspiración secular,
fomentando aún más la crispación y la dificultad de llegar a un consenso.
Reformar la actual
estructura territorial no implica mayor centralismo, sino un federalismo
moderno sin solapamientos, corresponsable y con competencias claramente
deslindadas. Reformar nuestra
partitocracia no implica acabar con los partidos políticos, sino extender a
este ámbito la transparencia (cosa que no hace el actual anteproyecto),
modificar nuestra ley electoral y garantizar una muchísima mayor participación
ciudadana en la designación de candidatos. Con ello se trata simplemente de restaurar el principio de responsabilidad que es, en definitiva, la clave de
bóveda de todo diseño institucional que aspire a crear prosperidad. No son
reformas técnicamente difíciles. Sólo exigen voluntad política. Pero los
incentivos están en contra.
No es infrecuente que,
inmersos en profundos procesos de cambio político y social, los ciudadanos que
los sufren no sean verdaderamente conscientes de su trascendencia. Suele ser
precisamente esa ignorancia la que hace que las inercias se perpetúen y la
degeneración final conduzca a rupturas indeseables. La realidad siempre se abre
camino contra todos los intentos de negarla. Conocerla es el primer paso para
que nuestra preocupación por lo inmediato ceda frente a nuestros futuros
intereses colectivos.
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