miércoles, 4 de febrero de 2015

Una verdad compartida.




A la memoria de Juan Mari Bandrés

KEPA AULESTIA.

Diario Vasco (29-10-2011).



El nuevo tiempo que comenzamos a vivir en Euskadi tras el anuncio del «cese definitivo de la actividad armada» por parte de ETA genera, por momentos, tantas dudas como esperanza. La gran pregunta es si seremos capaces de alumbrar una paz con memoria. Es de suponer que la memoria ha de basarse en una aproximación honesta a la verdad de lo acontecido. No basta con los buenos propósitos; hace falta algo más. Una actitud crítica dispuesta a denunciar esas dobleces que invitan a cerrar las heridas en falso; que instan a cambiar de nombre a lo que no cambia; que presumen de superioridad moral porque juegan a dos cartas.

La verdad de las propias intenciones o de su carencia se oculta a menudo tras los pliegues de algunas frases hechas: «hace falta altura de miras» o «es necesario afrontar con valentía.» son las preferidas de quienes desearían aprovechar la ocasión como catapulta para alcanzar no se sabe muy bien qué objetivo. En realidad lo que pretenden es emitir una admonición moral, tachando cualquier reticencia como 'baja de miras' y cobarde. Aunque en el fondo el reproche que querrían deslizar es que toda reserva ante el 'proceso' obedece a una conducta interesada y capciosa.

En otras ocasiones la verdad se esconde tras las medias verdades. Durante las dos últimas semanas han proliferado las menciones a los otros procesos de paz cuando, en realidad, todos ellos se limitan a lo sumo a dos y con numerosas objeciones en cuanto a su ejemplaridad: Sudáfrica e Irlanda del Norte. La historia de los conflictos con violencia presenta demasiados casos irresueltos y otros muchos que han declinado de una manera caótica como para que alguien pueda erigirse en portador de un conocimiento infalible al respecto. No hay modelos establecidos más que aquellos que los profesionales de la polemología tienden a dibujar sobre el papel. Por eso mismo resulta preocupante que quienes nos han visitado como importadores de su experiencia en procesos de paz estén exportando ya su versión de nuestro particular caso como modelo ideal a aplicar en cualquier otra parte.

La verdad pasa a ocultarse tras la mentira cuando frente a posturas o demandas más o menos partidarias, o a los límites que establecen la legislación y las sentencias judiciales, surgen voces que van fijando las condiciones de la reconciliación y de la paz, señalando no los fundamentos en los que se basa el Estado de Derecho sino las dificultades que encuentran los propios terroristas para aceptarlos. Dificultades expuestas no por estos -lo cual sería más comprensible- sino por 'facilitadotes' y mediadores que de alguna manera actuarían como sus intérpretes autorizados. Uno puede escuchar como argumento, basado al parecer en la experiencia irlandesa, que una entrega ostensible de las armas resulta poco recomendable porque empuja a los violentos a una humillación que nunca estarán dispuestos a admitir. O uno puede leer que los etarras no tienen por qué pasar del reconocimiento del daño causado a la solicitud de perdón. Todo ello como si existiera un canon no ya de una paz óptima sino de esa paz posible que los expertos diseñan desde la cátedra de una nueva ilustración.

La verdad es sacrificada en el uso inapropiado de los conceptos y las palabras. En nuestro caso la cortina de humo está formada por un curioso contraste entre la miríada de acepciones y circunloquios con los que suele describirse el 'proceso' y la obstinación en utilizar el término víctima para confundir con él circunstancias y valores muy distintos. Por ejemplo para equiparar a las personas que han sido objeto de atentados reivindicados por escrito en aplicación sumarísima de la pena de muerte por un poder fáctico acechante de aquellas otras que han sufrido maltrato físico o fueron asesinadas en comisaría sin que nadie justificase semejante horror desde razones supuestamente políticas.

La verdad se escabulle hasta en su búsqueda. Está ocurriendo ahora mismo, cuando al apelar a las otras violencias distintas a las de ETA que han sido en Euskadi nada menos que desde 1936, y al demandar que se rescate la memoria que encierran, se acaba sepultando a las más de ochocientas personas muertas a manos del terrorismo etarra en una especie de fosa común con la que se oculta la narración pormenorizada de la crueldad empleada en cada caso, de las explicaciones con las que la banda reivindicó su asesinato, de los términos e incluso adjetivos que empleó para calificar el hecho, de la manera más o menos entusiasta en que su acción fue secundada desde el MLNV.

Más urgente e importante que verificar el cese definitivo de la actividad terrorista o, eventualmente, el desarme de ETA sería verificar la verdad de las cosas frente a la mentira, las medias verdades y las frases hechas. Porque no es que cada cual vaya con su verdad, sino que se producen intentos flagrantes de ocultamiento y manipulación. Claro que la verdad no puede ser absoluta, pero sí lo es la mentira. Del mismo modo que la memoria no puede ser del todo unívoca pero sí lo es el olvido intencionado. La verdad judicial no ha sido capaz de depurar todas las responsabilidades penales que conciernen al activismo etarra, pero ello no impediría una aproximación razonable a la verdad histórica como verdad compartida. Es en este punto donde la cuestión se convierte en problema. Porque resulta difícil imaginar la convivencia si no se parte de unos mínimos trazos de verdad compartida. Será que más bien estamos pensando en una cohabitación democráticamente revanchista.

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