A la memoria de Juan Mari Bandrés
KEPA AULESTIA.
Diario Vasco (29-10-2011).
El
nuevo tiempo que comenzamos a vivir en Euskadi tras el anuncio del «cese
definitivo de la actividad armada» por parte de ETA genera, por momentos, tantas dudas como esperanza. La gran pregunta es si seremos capaces de
alumbrar una paz con memoria. Es de suponer que la memoria ha de basarse en
una aproximación honesta a la verdad de lo acontecido. No basta con los buenos
propósitos; hace falta algo más. Una actitud crítica dispuesta a denunciar esas
dobleces que invitan a cerrar las
heridas en falso; que instan a cambiar de nombre a lo que no cambia; que
presumen de superioridad moral porque juegan a dos cartas.
La verdad de las propias intenciones o de su carencia se oculta a menudo tras los pliegues de
algunas frases hechas: «hace falta altura de miras» o «es necesario
afrontar con valentía.» son las preferidas de quienes desearían aprovechar la
ocasión como catapulta para alcanzar no se sabe muy bien qué objetivo. En
realidad lo que pretenden es emitir una admonición moral, tachando cualquier
reticencia como 'baja de miras' y cobarde. Aunque en el fondo el reproche que
querrían deslizar es que toda reserva ante el 'proceso' obedece a una conducta
interesada y capciosa.
En
otras ocasiones la verdad se esconde tras las medias verdades. Durante las dos últimas semanas han proliferado
las menciones a los otros procesos de paz cuando, en realidad, todos ellos se
limitan a lo sumo a dos y con numerosas objeciones en cuanto a su ejemplaridad:
Sudáfrica e Irlanda del Norte. La historia de los conflictos con violencia
presenta demasiados casos irresueltos y otros muchos que han declinado de una
manera caótica como para que alguien pueda erigirse en portador de un
conocimiento infalible al respecto. No hay modelos establecidos más que
aquellos que los profesionales de la polemología tienden a dibujar sobre el
papel. Por eso mismo resulta preocupante que quienes nos han visitado como
importadores de su experiencia en procesos de paz estén exportando ya su
versión de nuestro particular caso como modelo ideal a aplicar en cualquier
otra parte.
La verdad pasa a ocultarse tras la
mentira cuando frente a posturas o demandas más o
menos partidarias, o a los límites que establecen la legislación y las
sentencias judiciales, surgen voces que
van fijando las condiciones de la reconciliación y de la paz, señalando no
los fundamentos en los que se basa el Estado de Derecho sino las dificultades
que encuentran los propios terroristas para aceptarlos. Dificultades expuestas
no por estos -lo cual sería más comprensible- sino por 'facilitadotes' y
mediadores que de alguna manera actuarían como sus intérpretes autorizados. Uno
puede escuchar como argumento, basado al parecer en la experiencia irlandesa,
que una entrega ostensible de las armas resulta poco recomendable porque empuja
a los violentos a una humillación que nunca estarán dispuestos a admitir. O uno
puede leer que los etarras no tienen por qué pasar del reconocimiento del daño
causado a la solicitud de perdón. Todo ello como si existiera un canon no ya de
una paz óptima sino de esa paz posible que los expertos diseñan desde la cátedra
de una nueva ilustración.
La verdad es sacrificada en el uso
inapropiado de los conceptos y las palabras. En nuestro caso la cortina de humo está formada por un curioso contraste
entre la miríada de acepciones y
circunloquios con los que suele describirse el 'proceso' y la obstinación en utilizar el término víctima para
confundir con él circunstancias y valores
muy distintos. Por ejemplo para equiparar a las personas que han sido
objeto de atentados reivindicados por escrito en aplicación sumarísima de la
pena de muerte por un poder fáctico acechante de aquellas otras que han sufrido
maltrato físico o fueron asesinadas en comisaría sin que nadie justificase
semejante horror desde razones supuestamente políticas.
La verdad se escabulle hasta en su
búsqueda. Está ocurriendo ahora mismo, cuando al apelar a las otras violencias
distintas a las de ETA que han sido en Euskadi nada menos que desde 1936, y al
demandar que se rescate la memoria que encierran, se acaba sepultando a las más de ochocientas personas muertas a manos
del terrorismo etarra en una especie de fosa común con la que se oculta la
narración pormenorizada de la crueldad empleada en cada caso, de las
explicaciones con las que la banda reivindicó su asesinato, de los términos e
incluso adjetivos que empleó para calificar el hecho, de la manera más o menos
entusiasta en que su acción fue secundada desde el MLNV.
Más
urgente e importante que verificar el cese definitivo de la actividad
terrorista o, eventualmente, el desarme de ETA sería verificar la verdad de las
cosas frente a la mentira, las medias verdades y las frases hechas. Porque no
es que cada cual vaya con su verdad, sino que se producen intentos flagrantes
de ocultamiento y manipulación. Claro que la verdad no puede ser absoluta, pero
sí lo es la mentira. Del mismo modo que la memoria no puede ser del todo unívoca
pero sí lo es el olvido intencionado. La verdad judicial no ha sido capaz de
depurar todas las responsabilidades penales que conciernen al activismo etarra,
pero ello no impediría una aproximación razonable a la verdad histórica como
verdad compartida. Es en este punto donde la cuestión se convierte en problema.
Porque resulta difícil imaginar la
convivencia si no se parte de unos mínimos trazos de verdad compartida.
Será que más bien estamos pensando en una cohabitación democráticamente
revanchista.
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