La democracia ocurrencial
MANUEL MONTERO.
EL CORREO – (03/12/14).
La ocurrencia
viene a ser una idea en grado de tentativa, pero que hace las veces de tal.
Surge por generación espontánea y pereza mental, pero bien engrasada pasa por
razonamiento sesudo e ingenioso. Tiene grandes ventajas. Evita estudiar los
problemas y reflexionar sobre ellos, con lo que se ahorra tiempo. Da pátina de
pensador al ocurrente. Por definición, la ocurrencia se improvisa, sale sola, a
veces de charleta mientras se toma un vino. Después de proferida, la ocurrencia
ha de defenderse a capa y espada, como si fuese el teorema de Pitágoras. A
veces queda risible –la ocurrencia de no pagar la deuda o la de proponer
diálogos y negociaciones para arreglar cualquier problema, incluso
irresoluble–. En esos casos cabe una matización, del tipo ‘no había que haberlo
entendido literalmente’, siempre dejando entrever que el ocurrente cree en la
ocurrencia.
En este género
vamos bien servidos. Las ocurrencias tienden a cuajar y se repiten luego. Un
ejemplo: a alguien se le ocurrió hace unos años que la solución de nuestros
males era reformar/cambiar la Constitución, pasó como gran idea y ya es un
lugar común, que divide al mundo entre la progresía (nacionalistas más las
izquierdas auténticas) y los inmovilistas, más carcas que Atanagildo en un
momento de añoranzas visigóticas. No importa que a estas alturas no se sepa qué
hay que reformar ni por qué. Eso ya se verá: el medio ha sustituido al fin. Lo
propio de una buena ocurrencia es que no tenga enjundia o se la prive de
apariencia de contenido.
Nuestra política
se construye sobre ocurrencias. Estuvieron las ocurrencias de regenerar España
a la brava construyendo más palacios de congresos que congresistas potenciales,
aeropuertos inservibles, autovías para rutas descabelladas y rotondas
municipales por doquier. La vorágine ocurrencial ha continuado en la época de
las vacas flacas. Si peligran las elecciones locales, se saca de la manga la
ocurrencia de cambiar la forma de elegir alcalde. Para mejorar la
internacionalización del estudiante, no puede ocurrirse nada mejor que reducir
a la mitad el curso internacional del Erasmus. Agobia la corrupción y la
secretaria general asegura que al PP el asunto le preocupa tanto como a los
ciudadanos pero que no puede hacer más, dos ocurrencias en una. La izquierda se
rearma, y lo mismo propone rehabilitar miles de viviendas para combatir el paro
que construir una red de caminos vecinales o estatalizar los medios de
comunicación.
Está la
ocurrencia prístina, del género gaseoso, u ocurrencia en estado puro, que
consiste en decir lo primero que se pase por la cabeza, siempre que suene
simple y parezca la solución perfecta, pues en el reino de las ocurrencias los
problemas complejos tienen soluciones sencillas. Por ejemplo, si uno está en el
Gobierno y quiere arreglar los problemas con la vivienda debe asegurar que hay
que cambiar la ley de desahucios para agilizarlos. Si hay desahucios estando en
la oposición, la ocurrencia ha de ser cambiar la ley para dificultarlos. La
coherencia no cuenta, ni la necesidad del análisis, pues resulta mejor imaginar
que la vida en sociedad tiene menos complicaciones que las reglas del juego de
la oca.
Se tenía a
Zapatero por el rey de las ocurrencias, pero sus sucesores amenazan con dejarlo
como un precursor rústico. Rajoy practicaba en la oposición la de asegurar que
todo lo iba a arreglar bajando impuestos; y en el Gobierno la ocurrencia de
callar pase lo que pase. Sánchez tiene un particular duende para la ocurrencia.
Lo mismo sale por suprimir el Ministerio de Defensa que por el federalismo
asimétrico o los funerales de Estado contra la violencia de género. Lo que se
le ocurra. Su (pen)última ocurrencia, «quiero liderar la renovación del pacto
de 1978», resulta incomprensible –sobre el pacto de ese año (¿?), la necesidad
de «renovarlo» o la imagen de que este hombre lidere nada–. Mejor no darle más
vueltas al dicho que las que le habrá dado el autor. Sólo querría contraponerse
a Podemos, que asegura se quiere cepillar el régimen del 78, al que nunca se
había llamado de esta forma: otra ocurrencia.
Es la ocurrencia
pétrea, del género espeso, que consiste en repetir hasta la saciedad simplezas
políticamente correctas: todos empiezan a decir «el 78» para referirse a la
Transición. Con la repetición, el ocurrente pierde originalidad, pero gana la
prestancia de refugiarse en los clásicos. Es como lo del derecho a decidir, que
empezó como ocurrencia para la cosa vasca, ha recalado con fuerza en la ribera
catalana, sirve para el «petróleo o turismo» de Canarias y florece en cualquier
discurso progre. Podemos propone aplicarlo en todas las comunidades y acabará
de artículo único de la Constitución, con el texto «el conjunto de los
ciudadanos y ciudadanas del Estado español se constituye sobre el principio a
decidir, que se practicará permanentemente para todas las materias».
Provincias, pueblos, autonomías, la gestión de las basuras, el pago de la
deuda, la pertenencia a la OTAN, los horarios de los espectáculos públicos y
etcétera serán objeto de continua revisión plebiscitaria todos los domingos.
Al gusto por la
ocurrencia se debe el aire de levedad que impregna la política española, que va
a salto de mata, con mucho ruido y sin nueces, pues resulta imposible
planificar nada con comentarios de café lanzados al desgaire. En estas
condiciones, ni se notaría si se le transfiere al ‘pequeño Nicolás’ el Gobierno
y la oposición, pues seguro que con todo puede. Al fin y al cabo, es un
profesional del dicharacherismo.
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