Menos ingeniería
KEPA AULESTIA
EL CORREO 08/06/13
Ni la paz
necesita un proceso, ni la convivencia precisa más que leyes, un mínimo de
empatía social y un cierto sentido colectivo de lo que está mal y de lo que es
mejor.
La insistente
utilización del concepto «proceso de paz» tiende a confundir la realidad que
vive la sociedad vasca con el hábitat particular que con esas y otras palabras
–como «resolución del conflicto»– han construido sus más fervientes
publicistas. Un día se habla de que el proceso de paz está en marcha, otro de
que corre el riesgo de empantanarse, al siguiente de que es necesario darle un
nuevo impulso. Afortunadamente se ha atemperado el discurso maniqueo, que llegó
a ser amenazador, que distinguía entre quienes estaban por el «proceso» –y por
tanto por la paz– y quienes estaban contra el «proceso» y eran por ello
acusados de querer perpetuar el «conflicto armado». Hoy aparece más
esporádicamente como reproche al inmovilismo del Gobierno de Rajoy. Hasta ayer
mismo era insistente la mención a «los demás procesos» convertida en lugar
común del hábitat construido para facilitar a ETA su toma de decisiones,
endosando al Estado y a la sociedad la responsabilidad de ofrecer una Euskal
Herria más a su medida.
El problema ha
surgido al percatarse sus promotores de que ni el Gobierno español ni el
Gobierno francés están por la labor de entrar en el juego de la bilateralidad o
de la multilateralidad para la «resolución del conflicto». La solución, al
parecer expuesta esta misma semana en Londres por Lokarri, es la de animar un
proceso de paz que no cuente necesariamente con los mencionados gobiernos. Se
trataría de abrir aquí una vía genuina y diferenciada a la paz, a partir de la
unilateral decisión de ETA de cesar definitivamente en su actividad armada.
Todo con el fin de salvar un proceso que en realidad no existe como tal más que
dentro del hábitat construido por sus patrocinadores. Y no existe, finalmente,
porque ETA ha dejado de existir como amenaza latente. La arquitectura que
–intento tras intento, Aiete tras Aiete– se trata de trasplantar desde el plano
a la realidad política y social acaba fallando no, como podía objetarse hace un
tiempo, debido a la «cerrazón de los gobiernos». Decae porque los ciudadanos ya
viven la paz y no están dispuestos a participar en la recreación del conflicto
a cuenta de seguir ideando una solución alambicada a un problema inexistente
tal cual lo describen los ingenieros de la perfección.
La pretensión de
una verdad canónica sobre la paz ha acabado afectando a la idea misma de
convivencia. La presencia del término tanto en el título de la ponencia
parlamentaria como en la denominación de una secretaría general del Gobierno
vasco sugeriría que las instituciones han de jugar algún papel en el tema. Pero
la dificultad de definir cuál ha de ser ese papel no es casual. Es verdad que
una sociedad requiere algo más que de leyes e instituciones representativas para
convivir como tal. Ha de darse también un amplio juego de valores más o menos
compartidos y de renuncias más o menos explícitas, de expresiones públicas de
libertad e incluso de silencios. Pero resulta absurdo idear la convivencia como
una suerte de ingeniería social siguiendo procedimientos y rituales
predeterminados. De la misma manera que la paz existe en Euskadi desde el
momento en que la violencia física se ausenta, los ciudadanos vascos convivimos
sin más aditamentos que las leyes, una mínima empatía y un cierto sentido de lo
que está bien y lo que está mal. La inmensa mayoría de la sociedad vasca ni
tiene ni siente problemas de convivencia o de reconciliación. La convivencia es
como la paz, es fácil identificar cuándo se quiebra; se quiebra cuando alguien
considera inevitable hacer el mal para procurar el bien.
Nadie está
moralmente obligado a soportar al vecino de enfrente más allá de lo que dicta
el sentido de la coexistencia en torno al mismo rellano de la escalera. No se
requieren redes especiales de complicidad para convivir en el día a día. Nada
resulta más peligroso para la convivencia que pretenderla perfecta. Los asuntos
pendientes y los conflictos que surjan precisarán vías de salida que en
ocasiones no serán solo legales o institucionales. Pero ello en ningún caso
significa que ha de construirse todo un edificio para la convivencia. Resulta
contradictorio apelar a la participación activa de los ciudadanos en algo tan
natural como es convivir. Ni la convivencia puede ser un diseño que obligue a
la gente a ser partícipe de un ritual que exorcice el demonio que algunos
puedan llevar dentro.
Un condenado
estará sujeto a obligaciones para certificar su disposición a reinsertarse en
la sociedad como vía que aligere su pena. Pero ningún ciudadano como tal puede
verse obligado a condenar el terrorismo para seguir viviendo en sociedad. Basta
con que no dé vivas a la muerte del prójimo, porque en ese momento actuará la
ley. Una víctima del terrorismo no está obligada ni a requerir la solicitud de
perdón por parte de sus victimarios ni a perdonar a quienes se lo pidan. Hasta
el victimario podrá convivir sin retractarse del mal causado mientras se le
exige públicamente que reconozca el daño cometido.
Las
imperfecciones de la convivencia son morales y se irán superando más por obra
del tiempo que por un voluntarismo pretendidamente redentor. Y lo que está
claro es que a los ciudadanos no se nos puede obligar a la liturgia de darnos
fraternalmente la mano a cada instante. Menos ingeniería en esto de vivir en paz.
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