¿Negociar la ética?
EL CORREO 26/12/14
MANUEL MONTERO
MANUEL MONTERO
Resulta del todo
inimaginable un futuro basado en requiebros terminológicos que no impliquen una
condena inequívoca de ETA y el daño que causó.
No es el eterno
retorno, sino la ritualización de la política. El País Vasco repite de vez en
cuando los mismos tics. Son los de siempre, pero con alguna frecuencia vuelven
a los titulares, cuando parecían olvidados de cara a la opinión pública.
Sucede así con
el suelo ético, asociado a la ‘ponencia de paz’. Por lo que se dice, ahora PNV
y Sortu están negociando sobre la ética. La puesta en escena es algo opaca
–otro ritual–, pero se difunde que están buscando una terminología que sea
aceptable para el PSE, y que pueda volver a la mentada ponencia. En su
brevedad, la noticia incluye dos circunstancias que siguen siendo
sorprendentes, por mucho que respondan a las costumbres del país sobre el
asunto.
La primera es el
objetivo de las conversaciones, lograr la forma en que los socialistas hagan de
tripas corazón. Como negocian para atraer a un tercero, se deduce que entre
ambos, PNV y Bildu, no hay especiales dificultades, que hay un acuerdo en lo
sustancial y comparten nociones éticas y, hay que suponer, sobre la paz. En el
mejor de los casos el PNV se sigue viendo como equidistante, como una especie
de moderador. O facilitador, por emplear la terminología de los nuevos tiempos.
Segundo:
entienden que es posible el acuerdo a partir de ‘terminología’. Lo importante
son las palabras, no los conceptos, viene a sugerirse. Como si una expresión
retorcida pudiera hacer que discrepancias de fondo lleguen a ser coincidentes.
Y en este punto las disensiones resultan obvias. Cuando se rompió la ponencia
los socialistas aseguraron que hacía falta que la izquierda abertzale revisara
su pasado de «apoyo y justificación» del terrorismo de ETA. Si lo que buscan
tales conversaciones es esta revisión, sobran los intentos de buscar ‘un nuevo
lenguaje’. El problema no es terminológico, sino de conceptos. ¿Hay una tercera
vía entre la condena del terrorismo, al menos a posteriori, y su aceptación? No
es posible atisbarla. Constituye un imposible categórico. No se entiende que
todo se centre en las palabras, a ver si con una vuelta de tuerca retórica
fuera posible pasar página.
Pero forma parte
del rito inveterado, de los usos consuetudinarios de los vascos de fines del XX
y comienzos del XXI: cabe retorcer las palabras para cambiar la realidad. Buena
parte de los esfuerzos de ‘los nuevos tiempos’ consisten en el empleo de
expresiones más o menos renovadas y dulces, que piden renovación democrática,
paz y convivencia, la renuncia a prácticas caducas, volar sin ataduras ni
miedos, seguir nuestra hoja de ruta… que vienen a ser otras formas de decir
avances soberanistas. El propio ‘nuevo estatus’ implica una revisión
terminológica. Aun antes de saber en qué consiste –la cuestión no se ha
desvelado– damos por supuesto que constituye una nueva manera de llamar a
alguna ruptura soberanista.
Convertida la
renovación del lenguaje en un arte, a veces se acuñan tropos cuya ambigüedad
puede dar el pego. Entre ellas se cuenta el neoconcepto ‘daño injusto causado’
por ETA. Se le pide el reconocimiento del ‘daño injusto causado’, pero la
fórmula resulta ambigua, deliberadamente o no. Tiene un doble sentido. Sugiere
el reconocimiento de que ha causado daño, una evidencia, y de que ha sido
injusto, otra certeza, pero no es lo que dice en sentido estricto. No pide el
reconocimiento de que la acción terrorista causó daño y que este fue injusto,
sino sólo el arrepentimiento sobre el daño injusto causado: como si hubiese
daños justos y como si la propia existencia y apoyo a ETA no exigieran una
renuncia condenatoria expresa y sin escapaderas.
Lo que debería
ser un lugar común, una actitud socialmente habitual –arrepentirse de que uno
haya causado un daño injusto– no puede presentarse como una especie de
arrepentimiento sin restricciones. Contentarse con tal mentirijilla nos llevaría
a interminables y absurdos debates sobre qué fue daño injusto y cuál fue justo,
qué límites tuvieron las cosas.
Con todo, lo más
sorprendente, lo que nos convierte en una rara avis, es la noticia de que en el
País Vasco hay negociaciones sobre la ética. Es decir, se conversa sobre qué es
el bien y el mal, un relativismo extremo según el cual la moral puede ser fruto
de las relaciones de fuerza, de cuánto pesa cada cual en el foro político. O
que puede ser el resultado de acumular morales sectarias, como si fuese
posible. Terminaremos formando una Mesa de la Ética, en la que se dialogará y
negociará sobre qué estuvo bien y qué estuvo mal, para que en la fase
resolutiva se repartan responsabilidades, debidamente troceadas. Al final, y
puesto que el derecho a decidir se ha convertido en el principio supremo, lo
único que acaba considerándose incuestionable, se someterán a consulta –que
ahora se llama así a un referéndum– los Diez Mandamientos.
En
conversaciones de este tipo, que en este momento creen en una ética que no
incluya a todos –busca unir nacionalistas y socialistas, sin el resto–, hay una
cuestión que tiende a dejarse a un lado. La visión socialmente admitida sobre
lo que fue el terrorismo no será sólo una interpretación sobre nuestro pasado
reciente. Sobre todo, constituirá un punto de partida: los diez mandamientos
para el porvenir. Y resulta del todo inimaginable un futuro basado en
requiebros terminológicos que no impliquen una condena inequívoca de lo que
significó ETA y de todo el daño que causó, que por supuesto fue injusto. Pero
para asentarlo no valen negociaciones ni búsquedas de fórmulas tramposas en las
que se escurra el bulto o en las que cada uno entienda lo que quiera. La ética
es universal o no es.
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