La hora de la unidad
Francisco J. Llera Madrid 28 ABR 2011.
Medio siglo de
terrorismo nacionalista en el País Vasco es demasiado tiempo para que se pueda
cerrar mediante cualquier atajo tentador, pero ETA y su entramado están
viviendo el final de la "guerra" que han querido prorrogar, de forma
tan arbitraria como inútil. El capital delictivo acumulado por los terroristas
da buena cuenta del reguero de sangre y destrucción que el fundamentalismo
nacionalista vasco violento tiene en su saldo negativo.
Lo más aberrante
es que la mayor parte de esta actividad destructiva (90%) lo ha sido en tiempo
(70%) de democracia y autogobierno y en medio de una tolerancia, si no
complacencia o apoyo explícito, en el seno de la sociedad vasca, quien, por lo
demás, ha sido la más atormentada por el azote terrorista y violento (dos
tercios de los asesinatos y más del 90% de los actos violentos).
Cincuenta años
de presencia cotidiana de la violencia, sea en las calles o en los medios, de
intimidación casi generalizada y de control social ejercido por un ejército de
activistas, militantes o simpatizantes de más del 10% de la población adulta
han generado una subcultura de la violencia con efectos demoledores sobre el
tejido social y político vasco. El totalitarismo y la intolerancia étnicos han
sometido a la sociedad vasca a un estrés identitario sin precedentes, como
consecuencia de una clara y efectiva estrategia de limpieza étnica. Los cambios
tácticos u orgánicos, impuestos por el paso del tiempo y las transformaciones
sociales y políticas de la sociedad vasca, no le han impedido a ETA, inspirada
en el fundamentalismo sabiniano, ser fiel a su principio fundacional. Este no
ha sido otro que la definición étnica y agónica de lo vasco en guerra con lo español,
como hilo conductor de la construcción nacional para llegar a la independencia,
por las buenas o por las malas. El vergonzante e inmoral pacto de Lizarra,
pista de aterrizaje de los distintos planes Ibarretxe, y su epígono del
"polo soberanista" (en el que se inscriben las operaciones Sortu o
Bildu) son los logros estratégicos de un MLNV, liderado por ETA, que, como
acaba de confirmar, no renuncia, de momento, a tratar de cobrarse sus objetivos
máximos: autodeterminación y territorialidad.
Todo esto no
habría sido posible sin el apoyo, la complicidad, la complacencia o la
inhibición de miles de ciudadanos, dentro y fuera del movimiento violento, y de
una parte importante del entramado institucional. La mayoría de la sociedad
vasca, aunque no ha sido complaciente, ha asistido desorientada, resignada,
atemorizada o sumergida en la espiral del silencio y tragándose la rabia
hasta que, gracias al papel remoralizador de las vícti-mas, una minoría de
resistentes les planta cara a los violentos y totalitarios y logra catalizar y
reactivar la respuesta cívica democrática, como paso previo a una reacción
institucional más decidida. Entretanto, en pueblos, escuelas y campus
universitarios el movimiento totalitario socializaba hornadas de jóvenes
activistas, que diesen continuidad a su estrategia, cada vez más radicalizada,
por arbitraria y carente de fundamento racional.
Han tenido que
pasar 30 años, plagados de aciertos y errores en las respuestas antiterroristas
institucionales, hasta que las políticas de tolerancia cero han podido
desplegarse, no sin dificultad y con resultados evidentes. Es cierto que hoy
ETA está más débil y arrinconada que nunca y su movimiento más mermado, desorientado,
si no aislado. Y esto es así y por este orden, por la eficacia de la acción de
los cuerpos y fuerzas de seguridad (entre cuyas filas han tenido más de la
mitad de las víctimas mortales), por la cooperación policial internacional, por
la acción judicial decidida, por los cambios legislativos que han permitido
expulsar de las instituciones a los terroristas y sus cómplices, por las
políticas de firmeza de los Gobiernos y por los momentos de unidad democrática.
Todo ello ha requerido de un impulso cívico fundamental: el salto a la escena
de las víctimas al final de los años noventa, después de décadas de olvido,
silencio, oprobio e injusticia, acompañadas de los movimientos cívicos de
resistencia y de un giro importante en la opinión pública vasca.
Tal reguero de
sangre, destrucción, odio, persecución, extorsión, perversión y daño moral y
político no se puede liquidar a golpe de comunicado espectral o declaración de
buenas intenciones futuras, porque cerraríamos en falso una herida sangrante.
Ni ETA, ni su movimiento, pueden seguir amagando, propagandísticamente, con
circunloquios o viejas retóricas desgastadas, intentando, una vez más,
perdonarnos la vida a cambio de sus objetivos políticos. Deben olvidarse de
repetir, por tanto, recetas obsoletas, dar por fracasada su estrategia
totalitaria y etnicista, aceptar el pluralismo de la sociedad vasca, respetar
las reglas de nuestra democracia constitucional y nuestro autogobierno y
quedarse, si quieren, con la promoción, plenamente democrática, de sus objetivos
políticos de independencia y territorialidad en un sistema competitivo. Todo lo
demás, a fuer de un déjà vu, es puro juego malabar para seguir engañando
incautos, más o menos, interesados.
A pesar de
algunos cantos de sirena, no hay que esperar que vayan a desistir de su
estrategia sin más o con incentivos de tolerancia y buena voluntad
democráticas, repetidamente fracasados. Medio siglo tejiendo e inoculando en
nuestra sociedad una subcultura de la violencia, odio e intolerancia étnicos,
no se van a diluir y transformar en actitudes angelicales, por muchas
jaculatorias que se pronuncien o estatutos que se presenten en el registro de
partidos. Si no han podido hacernos desistir con la amenaza, no debemos
rendirnos ahora ante los cantos de sirena y los sanos deseos del punto y final.
No cabe duda que Sortu o Bildu no son un mal síntoma, pero nada más. Por encima
del juego de los intereses, más o menos confesables, de unos y otros, queda aún
camino por andar. La propia sociedad enfría sus expectativas, a sabiendas de
que la actual retórica de la izquierda abertzale ilegalizada, jugando a
ser y no ser a la vez, aún está a años luz de lo que se le requiere a estas
alturas. Basta ver la resistencia a asumir su ignominioso pasado o a imponerle
a ETA decisiones como la entrega de las armas, la declaración de los
terroristas presos, las manifestaciones a su favor, sus condiciones políticas
para un supuesto final dialogado o su definición del llamado "conflicto
vasco".
Por fin, le ha
llegado la hora de la verdad a ETA y a su movimiento, de la que solo puede
esperarse y aceptarse el punto final a medio siglo de un inmenso error. Solo
así podremos erradicar la semilla de la violencia para siempre y sentar las
bases de un futuro de libertad verdadera en el País Vasco. No nos engañemos,
hasta hoy ni unos ni otros han demostrado estar dispuestos a transitar con
claridad por este camino, más allá de la hermenéutica al uso de comunicados o
declaraciones bien escenificadas, pero sin la sustancia necesaria y exigible.
Si de verdad se han convertido a la democracia pluralista y están dispuestos a
aceptar todas sus reglas, no debemos temer que su actual exclusión
institucional pueda suponer un riesgo para el final de la estrategia
terrorista, sino todo lo contrario. Pero no es menor el reto para los partidos
e instituciones democráticas para mantener la política de firmeza y unidad sin
fisuras, alentando la unidad y respeto a las víctimas y la resistencia de las
sociedades vasca y española para no caer en la desmoralización o el
desistimiento, que buscan los terroristas y sus cómplices. La especulativa
división de los violentos es irrelevante ante el riesgo serio de confrontación
irresponsable de los demócratas por un incierto puñado de votos, una vez más.
Francisco J. Llera es
catedrático de Ciencia Política de la Universidad del País Vasco, director del
Euskobarómetro y autor de Los vascos y la política.
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