Cuando apaciguar es abandonar (1)
Cayetana Álvarez de Toledo – Extracto del artículo de El Mundo (11 nov. 2017)
El apaciguamiento es
una política vieja de la que hay ejemplos dramáticos. El clásico
es la rendición preventiva de Chamberlain
ante Hitler.
O, ahora mismo, la condescendencia de la izquierda occidental ante
un Islam reaccionario, misógino, expansivo y violento. El
apaciguamiento tiene una explicación naturalista, pinkeriana.
Nos gustaría ser buenos y actuamos como si nuestros agresores
también lo fueran. Desconfiamos de nuestra propia fortaleza. Y, por
encima de todo, tenemos horror al conflicto. Bueno, unos más que
otros. Y este Gobierno (del PP), el que más.
La revolución se ha
estrellado contra el muro de la realidad. Cierto. Hay que
celebrarlo. Pero también habrá que preguntarse por la construcción
y propagación de la ficción separatista. La mentira de la
independencia low cost
tiene dos padres: la alucinación nacionalista y el apaciguamiento
democrático. Sí, nosotros somos los grandes cómplices de la
fábula de una secesión sin sacrificios. Cuando una y otra vez
toleramos el atropello de la ley en Cataluña -desde las sentencias
lingüísticas hasta el 9-N-, contribuimos al mito de la impunidad
judicial. Cuando aceptamos la letanía europea del «asunto interno
español», alimentamos la utopía de Catalunya,
nou estat de la UE. Cuando seguimos
inyectando fondos del FLA en la Generalidad a pesar de su impúdica
malversación en propaganda y embajadas antiespañolas, reforzamos
la falacia de una secesión sin coste económico o éxodo
empresarial. Cuando negamos al resto de españoles su derecho a
intervenir en los asuntos de Cataluña legitimamos la trampa de un
perímetro soberano catalán. Y cuando ignoramos la existencia de
una Cataluña no nacionalista, sancionamos la primera mentira del
proceso: la idea de una comunidad homogénea y por tanto inmune a la
fractura social. Por cierto, ni uno solo de los héroes de la larga
y árida resistencia catalana ha sido reconocido todavía con la
medalla al mérito constitucional. Y la sigue teniendo Pujol.
Lo asombroso, en todo
caso, no es la ausencia de autocrítica sino el empeño en el error.
La crisis catalana ha dejado dos lecciones importantes para el
constitucionalismo, que el constitucionalismo, misteriosamente, se
niega a asumir. La primera tiene que ver con la virtud pedagógica
de la ley. Horas antes de la decisión del Supremo sobre Forcadell,
el ministro del Interior, Juan Ignacio
Zoido, dijo que el juez debía tener en
cuenta la ley y también «el contexto». Es decir, las elecciones
autonómicas. Es un ejemplo deplorable de la presión política a la
que está sometida la Justicia en España. En el caso de los
presuntos corruptos, para encerrarlos. Y en el caso de los seguros
golpistas de ideología nacionalista, para soltarlos. Y sobre todo
es un reflejo perfecto de la estrategia de apaciguamiento que el
constitucionalismo comparte al completo. Ayer remató Borrell:
«Cuantos menos responsables políticos estén en prisión, mejor
para las elecciones». Y lo mismo opinan los líderes de Ciudadanos,
aunque sólo lo digan en privado.
La realidad es
exactamente la contraria: la ley no moviliza a los separatistas; es
lo único que los frena. No fue el apaciguamiento lo que empujó a
Forcadell a pulverizar los límites de la dignidad, acatar el 155 y
aceptar el marco constitucional. No fue el diálogo ni la promesa de
una nueva negociación sobre competencias, financiación o el
derecho a decidir. Fue la amenaza seca y concreta de la cárcel. Es
decir, la máxima expresión de la fuerza del Estado. La prueba de
su disposición a asumir el conflicto como parte inevitable de la
defensa de la democracia.
La segunda lección
clave para el constitucionalismo afecta a la relación con sus
propias bases. Los partidos anteponen la desmovilización del voto
ajeno a la movilización del propio. El cambio de ciclo no se
conseguirá con guiños al separatismo. Y mucho menos mediante el
maltrato sistemático a los constitucionalistas. Y aquí brilla el
ministro del Interior.
Lo escribió ayer
Santiago González:
para esto mejor haber dejado a Trapero.
Zoido no sólo calificó como «muy equilibrada» y «proporcional»
la pasividad de los Mozos durante la huelga del miércoles; su
abyecta complicidad con los saboteadores. También dijo que «no era
el día para caer en provocaciones» y que esta vez los
independentistas no pueden quejarse porque «no hubo un solo
lesionado». Es decir, avaló la versión histérica del 1 de
Octubre. Y, peor aún, despreció a los cientos de miles de
catalanes cuyos derechos sí fueron salvajemente lesionados. Los
trató como votantes cautivos cuando su deber es defenderlos,
protegerlos, cautivarlos. Sus palabras son la expresión sucia,
concreta y devastadora del apaciguamiento, que siempre abandona y
enciende a los inocentes. Porque esa es la clave y la trampa innoble
de la política de apaciguamiento: el apaciguamiento nunca es
general. Sólo se apacigua a un lado. Al que no lo merece ni lo
agradecerá.
(1) El título
original es “Apaciguar es abandonar”
La revolución se ha
estrellado contra el muro de la realidad. Cierto. Hay que
celebrarlo. Pero también habrá que preguntarse por la construcción
y propagación de la ficción separatista. La mentira de la
independencia low cost
tiene dos padres: la alucinación nacionalista y el apaciguamiento
democrático. Sí, nosotros somos los grandes cómplices de la
fábula de una secesión sin sacrificios. Cuando una y otra vez
toleramos el atropello de la ley en Cataluña -desde las sentencias
lingüísticas hasta el 9-N-, contribuimos al mito de la impunidad
judicial. Cuando aceptamos la letanía europea del «asunto interno
español», alimentamos la utopía de Catalunya,
nou estat de la UE. Cuando seguimos
inyectando fondos del FLA en la Generalidad a pesar de su impúdica
malversación en propaganda y embajadas antiespañolas, reforzamos
la falacia de una secesión sin coste económico o éxodo
empresarial. Cuando negamos al resto de españoles su derecho a
intervenir en los asuntos de Cataluña legitimamos la trampa de un
perímetro soberano catalán. Y cuando ignoramos la existencia de
una Cataluña no nacionalista, sancionamos la primera mentira del
proceso: la idea de una comunidad homogénea y por tanto inmune a la
fractura social. Por cierto, ni uno solo de los héroes de la larga
y árida resistencia catalana ha sido reconocido todavía con la
medalla al mérito constitucional. Y la sigue teniendo Pujol.
Lo asombroso, en todo
caso, no es la ausencia de autocrítica sino el empeño en el error.
La crisis catalana ha dejado dos lecciones importantes para el
constitucionalismo, que el constitucionalismo, misteriosamente, se
niega a asumir. La primera tiene que ver con la virtud pedagógica
de la ley. Horas antes de la decisión del Supremo sobre Forcadell,
el ministro del Interior, Juan Ignacio
Zoido, dijo que el juez debía tener en
cuenta la ley y también «el contexto». Es decir, las elecciones
autonómicas. Es un ejemplo deplorable de la presión política a la
que está sometida la Justicia en España. En el caso de los
presuntos corruptos, para encerrarlos. Y en el caso de los seguros
golpistas de ideología nacionalista, para soltarlos. Y sobre todo
es un reflejo perfecto de la estrategia de apaciguamiento que el
constitucionalismo comparte al completo. Ayer remató Borrell:
«Cuantos menos responsables políticos estén en prisión, mejor
para las elecciones». Y lo mismo opinan los líderes de Ciudadanos,
aunque sólo lo digan en privado.
La realidad es
exactamente la contraria: la ley no moviliza a los separatistas; es
lo único que los frena. No fue el apaciguamiento lo que empujó a
Forcadell a pulverizar los límites de la dignidad, acatar el 155 y
aceptar el marco constitucional. No fue el diálogo ni la promesa de
una nueva negociación sobre competencias, financiación o el
derecho a decidir. Fue la amenaza seca y concreta de la cárcel. Es
decir, la máxima expresión de la fuerza del Estado. La prueba de
su disposición a asumir el conflicto como parte inevitable de la
defensa de la democracia.
La segunda lección
clave para el constitucionalismo afecta a la relación con sus
propias bases. Los partidos anteponen la desmovilización del voto
ajeno a la movilización del propio. El cambio de ciclo no se
conseguirá con guiños al separatismo. Y mucho menos mediante el
maltrato sistemático a los constitucionalistas. Y aquí brilla el
ministro del Interior.
Lo escribió ayer
Santiago González:
para esto mejor haber dejado a Trapero.
Zoido no sólo calificó como «muy equilibrada» y «proporcional»
la pasividad de los Mozos durante la huelga del miércoles; su
abyecta complicidad con los saboteadores. También dijo que «no era
el día para caer en provocaciones» y que esta vez los
independentistas no pueden quejarse porque «no hubo un solo
lesionado». Es decir, avaló la versión histérica del 1 de
Octubre. Y, peor aún, despreció a los cientos de miles de
catalanes cuyos derechos sí fueron salvajemente lesionados. Los
trató como votantes cautivos cuando su deber es defenderlos,
protegerlos, cautivarlos. Sus palabras son la expresión sucia,
concreta y devastadora del apaciguamiento, que siempre abandona y
enciende a los inocentes. Porque esa es la clave y la trampa innoble
de la política de apaciguamiento: el apaciguamiento nunca es
general. Sólo se apacigua a un lado. Al que no lo merece ni lo
agradecerá.
(1) El título
original es “Apaciguar es abandonar”
