martes, 21 de diciembre de 2021

El mal en nosotros

 El mal en nosotros

EDURNE PORTELA . El Correo (19-12-2021)

En el ensayo 'Prisioneros de la historia' (Galaxia Gutenberg, 2021), el historiador Keith Lowe describe las atrocidades que la división Das Reich de las Waffen-SS cometió en el pueblo francés de Oradour-sur-Glane el 10 de junio de 1944. Las tropas de las SS congregaron a todo el pueblo en la plaza y separaron a los hombres de las mujeres y niños. A ellos los ametrallaron, remataron, cubrieron con paja y combustible y quemaron. Eran más de doscientos hombres. A las mujeres y los niños los encerraron en la iglesia del pueblo. Después de asegurarse de que todos los hombres estaban muertos, los soldados fueron a la iglesia y colocaron en el altar una caja de explosivos, salieron del edificio, sellaron las puertas y la hicieron explotar. Después, entraron para rematar a las mujeres y niños que habían quedado vivos. Durante las horas siguientes recorrieron el pueblo saqueándolo, buscando posibles supervivientes y quemando edificios. Este es el recuento de la destrucción: «Para cuando terminaron, las Waffen-SS habían incendiado 123 casas, cuatro escuelas, 22 almacenes, 26 talleres, 19 garajes, 40 graneros, 35 cobertizos agrícolas, 58 hangares y una estación de tranvía. Estas son las ruinas que quedan en la desierta localidad de Oradour-sur-Glane hoy en día. Amontonados sobre estas ruinas, tanto individualmente como en grandes grupos, estuvieron los cuerpos de 642 personas».

Lowe narra estos acontecimientos y otros horrores de la Segunda Guerra Mundial con el propósito de analizar los monumentos que se erigieron después para conmemorar a los mártires, héroes, incluso en algunos casos perpetradores, o para asentar los principios de paz y no repetición. Las autoridades francesas decidieron dejar las ruinas de Oradour-sur-Glane tal cual quedaron tras la masacre de 1944, un recordatorio siniestro y sobrecogedor de la capacidad destructiva de la guerra y, más concretamente, del nazismo. Aunque Lowe también señala que hubo franceses colaboracionistas que contribuyeron a ese horror y esa destrucción, por mucho que a Francia le cueste reconocerlo. El análisis histórico de Lowe señala que ninguna nación tiene una visión objetiva sobre su pasado y, como defendía también Tzvetan Todorov, se tiende a ensalzar aquellas partes de la historia que destacan las virtudes propias y las faltas ajenas, dejando en segundo plano o haciendo desaparecer lo que nos hace menos loables.

Lowe no discute –no es el objetivo del ensayo– cómo se llegaron a cometer las atrocidades a las que se refiere, desde la masacre de Oradour-sur-Glane a Auschwitz, pasando por bombardeos devastadores como el de Hamburgo, las miles de mujeres convertidas en esclavas sexuales por las tropas japonesas en Corea o la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki. Tomando el ejemplo de Oradour-sur-Glane, ¿cómo entender la orden de colocar una caja llena de explosivos en el altar de una iglesia llena de mujeres y niños? ¿Podemos ponernos en la piel del soldado que pasa horas y horas asesinando a hombres indefensos? Es más fácil para nuestra conciencia ponernos en la piel de las víctimas porque imaginar ese nivel de maldad en nosotros mismos resulta inasumible. Y sin embargo, cuando se reproducen estos ciclos de violencia extrema nos volvemos a hacer la misma pregunta: ¿cómo ha sido posible? Hannah Arendt lo intentó explicar a través del concepto de 'banalidad del mal': ese mal que no se piensa, que simplemente se ejecuta. El mal encarnado en el fiel cumplidor de la ley que no cuestiona. Podemos entender el análisis lúcido de Hannah Arendt. Y, sin embargo, ante las atrocidades que relata Lowe, que han relatado tantos y tantas antes, sigo musitando una palabra: inconcebible.

Para salir de la parálisis que produce esta palabra –inconcebible– me remito a otro ensayo, también publicado este otoño en Galaxia Gutenberg, 'Decir el mal', de Ana Carrasco Conde. Donde Lowe se asoma, Carrasco Conde bucea a pleno pulmón. La filósofa escribe en contra del tópico de que el mal es «indecible» o «inimaginable». Porque el mal, como demostró el engrasado aparato de destrucción nazi en los campos de concentración, se puede imaginar, planear, describir con palabras, y llevar a la acción, consumar. «No por impensable es imposible», señala la autora. Carrasco Conde hace un repaso exhaustivo de la tradición filosófica que ha tratado en profundidad el mal, desde Platón y Aristóteles hasta Hannah Arendt y Rita Segato. Con lucidez y claridad, dialoga con las tradiciones que han explicado el mal como esencia contraria al bien, como ignorancia o como obediencia, como disrupción de un orden superior o perfecto, como naturaleza oscura, como inevitable manifestación del egoísmo humano, como goce ante el sometimiento del otro.

Y en este diálogo señala las limitaciones de cada explicación, unas limitaciones que se hacen más evidentes cuando se ponen ante el escrutinio de la víctima. ¿Va a aceptar la madre que ha visto cómo arrancaban de sus brazos a su hijo y lo introducían en una cámara de gas que el soldado simplemente cumplía órdenes, que no sabía, que la culpa la tiene una esencia que como humanos compartimos, que tal vez lo hizo por placer o por miedo? ¿Explica algo de esto el proceso que llevó a ese soldado a introducir a un bebé en una cámara de gas?

Para Ana Carrasco Conde la respuesta es buscar el mal no en las esencias o las explicaciones puntuales, sino en las dinámicas intersubjetivas que creamos en nuestras relaciones cotidianas. Quien da la orden de matar, quien imagina las formas de hacerlo, quien las lleva a cabo actúa dentro de una dinámica que no emerge de la nada. «Bien y mal no son puntos de partida. No son esencias trascendentes». En vez de pensar que el ser humano es malo por naturaleza o que es la sociedad la que nos empuja a obrar mal, Carrasco Conde propone pensar en «cómo está constituido el mundo para generar no solo la posibilidad del mal, sino el ejercicio normalizado del mismo». Y aquí está la clave de este gran ensayo, en la llamada de atención sobre nuestros actos cotidianos y cómo normalizamos los que generan daño innecesario.

Los agentes involucrados en las guerras, el genocidio, las violaciones masivas o el exilio forzado de comunidades no hacen el mal solo como individuos sino como parte de una sociedad que ha permitido un proceso de degradación y deshumanización de sus futuras víctimas. En ese proceso entramos todos: los que señalamos, los que usamos las palabras que degradan, los que miramos hacia otro lado, los que ponemos nuestra imaginación e inteligencia al servicio del mal. Si observamos detenidamente nuestro presente veremos claros ejemplos de ello.

Bilingúismo y estado de derecho

 Bilingüismo y estado de derecho

Javier Tajadura Tejada- El Correo (21-12-2021)

  • El sistemático incumplimiento de las sentencias sobre el uso del catalán en la enseñanza debe tener una respuesta por parte del Gobierno.

Cataluña es una sociedad bilingüe en la que el bilingüismo se practica con naturalidad. La utilización de las dos lenguas -castellana y catalana- no debería ser un problema. Sin embargo, desde hace tres décadas la Generalitat ha implantado un sistema que excluye de la enseñanza al castellano, lengua oficial del Estado y lengua materna de la mayoría de los catalanes. Se trata de una situación que no se da en ningún país descentralizado de Europa. Cataluña es el único territorio bilingüe de Europa en el que solo una de las dos lenguas oficiales es lengua docente.

Ante esta política de implantación de un monolingüismo inconstitucional y de exclusión del castellano de la enseñanza, han reaccionado algunas familias -con un alto coste personal- y obtenido el respaldo de la Justicia en pronunciamientos que han sido sistemáticamente incumplidos. El Tribunal Constitucional en su sentencia sobre el Estatuto catalán de 2010 afirmó que «es constitucionalmente obligado que las dos lenguas cooficiales sean reconocidas por los poderes públicos competentes como vehiculares». Vehiculares quiere decir de uso habitual. Desde esta óptica, es indiferente que las leyes educativas prevean o no expresamente el carácter vehicular del castellano en la enseñanza, puesto que dicha obligación emana directamente de la Constitución.

La ley de educación impulsada por el ministro Wert en 2013 recogió expresamente que el castellano es vehicular de la enseñanza. Posteriormente, la ley Celaá, para lograr el respaldo de los nacionalistas catalanes, suprimió la referencia. Conviene subrayar que jurídicamente el cambio fue irrelevante. La lengua castellana es vehicular por imperativo constitucional como reconocen el Supremo y el Constitucional, con independencia de su explícito reconocimiento legal. Ahora bien, en las últimas tres décadas ese mandato constitucional ha sido sistemáticamente incumplido: la utilización del castellano en las aulas de Cataluña ha sido residual.

En este contexto y ante el reiterado incumplimiento de la sentencia del Constitucional de 2010, en diciembre del año pasado el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña estableció la obligatoriedad de impartir al menos un 25% de las clases en castellano. Asumió así una función en cierto modo legislativa que le es impropia, pero justificada por la necesidad de garantizar los derechos de los padres que quieren que sus hijos sean educados en ambas lenguas. Derechos que no garantizaban de forma efectiva ni el legislador central ni el autonómico.

La Generalitat interpuso un recurso de casación ante el Supremo contra esa resolución y el Alto Tribunal lo inadmitió el mes pasado. La sentencia es, por tanto, firme y debe ser cumplida en todos sus términos. La decisión del Supremo de ratificarla y confirmarla ha desencadenado una campaña de acoso contra la familia del menor cuya denuncia puso en marcha el proceso. Lamentablemente, hay muchos precedentes de esas conductas de persecución y señalamiento de quienes reclaman algo tan básico como que se cumpla la ley y que sus hijos puedan estudiar en su lengua materna. Comportamientos supremacistas y antidemocráticos que recuerdan al Ku Kux Klan que acosaba a niños afroamericanos y a sus familias que se oponían a la segregación escolar.

El incumplimiento de las sentencias de los tribunales y estas conductas de acoso y persecución que sufren muchas familias catalanas ponen de manifiesto que la vigencia del Estado de Derecho en Cataluña dista mucho de estar asegurada. El Parlamento de Cataluña ha aprobado una resolución a favor de incumplir la sentencia. En la misma línea, la consejería catalana de Educación ha advertido que no va a revisar el modelo vigente aunque sea manifiestamente inconstitucional.

En este contexto lo más grave y preocupante es la falta de respuesta del Gobierno central. La ministra de Educación de España ha llegado a decir que el Gobierno no tiene competencias sobre la materia (sic). El Gobierno tiene la obligación de garantizar la vigencia del Estado de Derecho en todo el territorio nacional y de velar por el cumplimiento de la ley y de las sentencias. La Abogacía del Estado puede y debe solicitar la ejecución forzosa del fallo judicial. El Ministerio Fiscal puede y debe instar actuaciones contra los supremacistas que acosan y atentan contra la integridad moral de quienes se oponen al monolingüismo.

Sin embargo, cabe prever que, para no incomodar a ERC -partido del que depende la continuidad del Gobierno de Sánchez-, la rebeldía catalana no tenga respuesta. Esto pone de manifiesto el alto e inaceptable precio del respaldo de los separatistas a Sánchez. Una cosa es crear fondos millonarios para el doblaje de series en catalán -prioridad presupuestaria muy discutible- y otra violentar principios básicos del Estado de Derecho y de la democracia. Esto último es una indecencia.


domingo, 25 de julio de 2021

Versión oficial

 Versión oficial

Ignacio Camacho-ABC (25-7-2021)

  • La Ley de Memoria Arrojadiza pretende sustituir la Historia por un relato sectario con rango de doctrina de Estado

El hombre que se parece a Superman y a Kennedy, según algunos medios norteamericanos, ha dado la orden de reescribir el pasado. Bajo el impecable pretexto de dignificar a las víctimas de la guerra civil, el borrador de la Ley de Memoria Arrojadiza contiene trazos de un aleccionamiento histórico propio -o más bien clásico- de los regímenes totalitarios. En realidad ésa es su principal aportación, el único rasgo de novedad más allá de la persistencia en rescatar a Franco como protagonista de un debate político cerrado hace más de cuarenta años: el empeño de sustituir la libertad de expresión, investigación, cátedra e interpretación por la imposición de un relato único que exalte el legitimismo republicano y lo incruste en el ámbito escolar, académico y mediático con la jerarquía pedagógica de una doctrina de Estado.

La Historia no admite versión oficial. No desde luego en las sociedades democráticas. El solo intento de implantarla con el carácter de una ideología obligatoria remite a las más siniestras distopías autoritarias y a las mitologías nacionalistas asentadas sobre el sesgo distorsionado de los contenidos de la enseñanza. Quizá ningún conflicto de la Europa contemporánea haya sido tan analizado, documentado, explicado, glosado y hasta novelado como la guerra de España, objeto de un auténtico torrente de discusión historiográfica. Y llega el Gobierno de la Ley Celáa, el de los aprobados por decreto, el de la abolición de la cultura del método y del esfuerzo, y se considera en condiciones de establecer un criterio al respecto sin más soporte intelectual que su autoatribuida adscripción al dogma políticamente correcto. Un paso más en el combate contra la inteligencia, en la falta de respeto por el conocimiento: la sumisión del libre estudio de fuentes, datos y hechos al efímero juego de mayorías y minorías en el Congreso. Una Verdad burocrática elevada a categoría de pensamiento por la voluntad de un político que se doctoró con un trabajo ajeno.

Lo demás ya está muy visto: es el proyecto de instalar la política española en el desencuentro retrospectivo. La estigmatización de la derecha sociológica con el marbete postizo de heredera del franquismo. La abolición del pacto constituyente, el mayor éxito del pasado siglo, para que nuestros hijos revivan el enfrentamiento trincherizo que supieron superar sus abuelos. La impotencia para construir un futuro de progreso camuflada en una lúgubre liturgia de entierros y desentierros. Nada de eso es nuevo: empezó con Zapatero. El factor adicional de la iniciativa sanchista consiste en la abolición de la Historia como disciplina científica y su suplantación por una superchería sectaria, una baratija propagandística que no valdrá ni el precio de la tinta en que salga escrita. Una superestructura narrativa ficticia que consagre a este Gobierno como una gigantesca Oficina de la Mentira.


martes, 13 de julio de 2021

Pedro Sánchez, abre una carnicería

 

Pedro Sánchez, abre una carnicería.


Jorge Bustos. Extracto del artículo publicado en El Mundo (11-7-2021)


Recordaremos un sábado de julio de 2021 no como una crisis de Gobierno sino como lo que fue: una carnicería. Sus colaboradores más devotos ponen la carne y él se encarga de los cuchillos. RedondoCalvo Ábalos le ganaron las primarias, le negociaron la moción -Iglesias mediante- y le armaron la coalición con Podemos. Por tres veces le salvaron. El trío de sanchistas más sanchistas que Sánchez yace ahora en el fondo del barranco mientras su casquivano señorito se alía con aquellos socialistas que debían ser despreciados para ser un buen sanchista, empezando por Óscar López.


El sanchismo es una religión cruenta cuya recompensa dura lo que dura el martirio; cumplida la consunción, las cenizas de ministro servil o de publicista arrobado se esparcen por el BOE y una nueva parrilla de crudos insensatos accede al crematorio. Que el pobre Iván quiera vender su defenestración como un cese voluntario, cuando acababa de sacar del horno una ley de seguridad nacional que aumentaba sus poderes, solo es el canto de cisne de un intoxicador mediano que suplía con dedicación su falta de brillantez y de principios. Cursilería, narcisismo y fatuidad hasta el último tarjetón.


En clave interna -tenemos dicho que los resortes psíquicos de Sánchez solo se comprenden a la luz de una larga venganza contra los barones que le echaron-, incorpora tres cuñas contra PageLambán y Puig para socavar su hegemonía: la larga purga debe consumarse una vez caída Susana


Una vez destruido el PSOE, Sánchez lo reconstruye selectivamente para jugarse la reelección a la carta de la institucionalidad. Ha diseñado un Gabinete para adelantar elecciones, ubicándolas tras el rebote económico y antes de las autonómicas y de los ajustes exigidos cuando role el viento crediticio en Europa. Para entonces espera haberse hecho merecedor de la amnistía que reclaman sus socios. Que nadie recuerde quién fue. Pero es tan corto tu amor, Pedro, y es tan largo el olvido

miércoles, 7 de julio de 2021

El euskera, otra vez

 

El euskera, otra vez

Andoni Unzalu (extracto del artículo publicado en el El Correo el 7/6/2021)


Los activistas de la lengua vasca pervierten el mandato estatutario: no se trata de defender los derechos del ciudadano sino de euskaldunizar la Administración.


La sociedad vasca es una sociedad derrotada e impotente ante este gradualismo sobre las exigencias del euskera. Muchas veces he criticado la política lingüística del Gobierno vasco, que no el fomento del euskera, que es otra cosa, pero ahora me estoy empezando a alarmar.

Tanto el Estatuto como la Ley de Normalización del Uso del Euskera hacen hincapié en el derecho de las personas a elegir el idioma oficial para sus relaciones con las administraciones públicas, cosa que se ha hecho razonablemente bien. La sorpresa ha sido que la gente, muy tozuda ella, se ha dirigido en euskera a la Administración en un porcentaje mínimo. Lo mismo que ocurre con las audiencias de ETB1, que son tendentes a cero.

Los activistas del euskera han pervertido el mandato estatutario (que recoge la revolucionaria afirmación de que no se puede discriminar por razón de lengua) y han modificado los objetivos: no se trata de defender los derechos de los ciudadanos sino de euskaldunizar la Administración. Y claro, esto es algo muy diferente, si ese es el objetivo ya no importa la voluntad ciudadana.

Y surge así una nueva orden monacal de cruz y espada que lucha incansable por lograr este objetivo. Se ha creado una amplia red de ‘comisarios políticos’ del euskera en todas las administraciones (los técnicos de euskera). Puestos bien remunerados que tienen como objetivo liderar e imponer la lucha por el euskera.

Se ha creado una épica de lucha militante sin riesgo de cárcel y con sueldo público. Y se han lanzado a la conquista de la hegemonía social. Una propaganda ininterrumpida y un activismo que obliga a todas las personas a tomar una posición personal y pública. Las múltiples iniciativas que buscan la adhesión personal de la ciudadanía se están multiplicando. Ya conocemos este activismo social desde el catolicismo antiguo, los totalitarismos o las campañas de la vieja Herri Batasuna. No se trata tanto de ampliar los comprometidos como llevar a cabo el señalamiento público de los que no. Una dinámica que lleva a la anestesia social. A la sumisión pasiva ante los más exaltados.

Y de paso, de verdad, el PNV no sabe en qué berenjenal se ha metido.

Esta parafernalia ideologizante esconde una lucha feroz por el poder político y económico, por el estatus social. A la hora de definir los perfiles de los diferentes puestos no se tiene en cuenta la función del puesto, es sólo excusa superficial. No se analiza qué hace, con quién se relaciona, qué idiomas utiliza, cosa que parecería de sentido común. No. Lo que buscan y están logrando es bloquear el acceso de los que no saben euskera a todos los puestos altos de las administraciones. El criterio más extendido es el de incrementar el nivel de exigencia conforme sube el nivel retributivo del puesto; da igual si se está encerrado en un laboratorio, como el profesor denunciante, o se dedica al estudio de las amebas: si tiene nivel retributivo alto, exigencia del euskera alto.

Todos los nuevos planes y normas de todas las administraciones apuestan por incrementar el perfil requerido, especialmente a los puestos altos. Se trata de bloquear el acceso de técnicos e investigadores que no sepan euskera, para reservar estos altos puestos a vascoparlantes.

Pero en el caso de la Universidad es una tropelía estrambótica, la UPV no puede contratar a ningún investigador del resto de España, ni de ninguna universidad extranjera. Si seguimos así podremos tener un seminario provinciano o un enorme euskaltegi, pero no una Universidad competitiva.




miércoles, 24 de marzo de 2021

El regreso de los demonios

 

El regreso de los demonios

Manuel Montero- El Correo (23-3-2021)

  • Durante la Transición, la voluntad de convivir jugó un papel fundamental. La tolerancia y la búsqueda de acuerdos. Eso es lo que ha saltado por los aires.

Cuarenta y tantos años después han desaparecido los valores de la Transición. Tiene su lógica, han pasado cuatro décadas y las preocupaciones sociales son diferentes. Pero asombra que no haya habido una evolución hacia nuevas problemáticas, sino una regresión a un antifranquismo estereotipado. Hemos ‘avanzado’ hacia el mundo de 1975… o el de 1936.

Este proceso involutivo es una pérdida. Hay un concepto olvidado: durante la Transición (y después) la voluntad de convivir jugó un papel fundamental. La tolerancia y la búsqueda de acuerdos -lo que se llamó el consenso- constituyeron ejes de la política, salvo en lo que venía del terrorismo y adláteres.

Es lo que ha saltado por los aires. Queda atrás la época en la que gustaba convivir. Hemos llegado al punto de que si fuera posible hacer una reforma constitucional por mayoría simple (con sólo un 51% del Congreso), iríamos a ello: para darles su merecido a esos «fachas». Nos vamos acostumbrando a planes sectarios que quieren liquidar políticamente a la otra parte. Los demonios de la intolerancia y de la agresividad están dispuestos a llevarse por delante la convivencia, ante la parsimonia e incluso complacencia de líderes de diferentes pelajes. Se ven a gusto llamando a la cruzada, un vicio nacional.

Han regresado los materiales de los que están hechas las pesadillas del pasado: el sectarismo, la intransigencia, el amor a la inquisición y el convencimiento de que una buena batida arreglará las cosas de España.

Contra lo que sucedió hace unos años, la radicalidad y las tensiones no se sitúan en espacios marginales, sino que han ascendido y están en el centro del hilo argumental de nuestra vida política. Ni siquiera el Gobierno se sustrae, pues le va la marcha. Quizás los descerebrados sigan siendo pocos, no más ni más listos que antaño, pero sus gestas han pasado a un primer plano. La política actual no gira sobre alternativas sino sobre esencias, símbolos, frases hechas y llamamientos al odio. En Cataluña o en Madrid, pongamos por ejemplo. Tenemos hogueras para todos.

A fuerza de jugar con fuego acabaremos quemándonos. Las reacciones de los partidos ante lo que está sucediendo tienden al sectarismo y a la indulgencia con los próximos. ¿Volvemos a un punto de partida olvidado? Nos gustan los fratricidios, las guerras étnicas y las peleas.

Según la imagen, la ciudadanía común estaba satisfecha con nuestro régimen político, la tolerancia y la convivencia, siquiera porque cree imposible el paraíso en la tierra. Eso no se produce en los partidos, que no reflejan la sociedad sino sus extremismos utópicos. Tenemos unos partidos cuyos planteamientos tienden a discrepar de aspectos básicos de nuestro régimen político. Su aceptación del sistema que administran parece a veces una admisión renuente del estado de cosas, sobre el que al parecer mantienen discrepancias en cuestiones de fondo.

Los nacionalismos parecen entender la democracia como un instrumento para acceder a la liberación nacional. También entre los socialistas se aprecian reticencias hacia el sistema actual, de forma que exhiben anhelos republicanos y resquemores ante los símbolos y el propio nombre de España, al menos entre sus sectores progres, los que definen lo políticamente correcto. Podemos cuestiona explícitamente el régimen político, económico y social. En la derecha del PP manda el gusto por el histrionismo y la estridencia nacionalista, la apropiación de cualquier elemento que debiera ser superior (sean víctimas, banderas, noción de España, etcétera).

En estas condiciones la democracia está desarmada contra el radicalismo. El mecanismo es el siguiente. Si unos sujetos de aire neandertal queman fotos del rey los nacionalistas dicen que es cosa de críos, que tampoco es para tanto o que muy bien hecho; los socialistas aseguran que quemar está mal y que el rey no es tan malo. Podemos habla de la libertad de expresión y de que injuriar al rey no debiera ser delito y la derecha defiende al rey o a España con consejas carpetovetónicas llegadas de ultratumba, mientras su sector extremo considera a todos unos flojos. Ciudadanos muestra su desagrado y asegura que no se iría ni con unos ni con otros, salvo si le piden baile. Sin un argumentario sensato, que no sea antisistema, frívolo, escapista, vergonzante o prediluviano, la ciudadanía y la convivencia quedan al pairo.

Así la vida pública se convierte en esperpento de violencias y ansias de agresión, como si la nuestra no fuera una sociedad moderna y tuviera que seguir en las destemplanzas del pasado. Lo raro es que hace unas décadas nos sonaban de otra época los versos de Gil de Biedma «de todas las historias de la Historia sin duda la más triste es la de España porque termina mal», cuando hablaba de «este país de todos los demonios».

sábado, 9 de enero de 2021

La epifanía democrática del nacionalismo.

 

La epifanía democrática del nacionalismo.

IÑAKI UNZUETA ALBERDI.

Extracto del artículo publicado en EL CORREO (7-1-2021).

Una ola democratizadora invade al nacionalismo. El PNV señala la baja calidad democrática del Estado español. Por su parte, Bildu se encuentra llamada a colaborar en la democratización del corrupto Estado español.

Al PNV no le genera ninguna disonancia cognitiva afirmar y al unísono negar la democracia. De nuevo, de modo irresponsable y al parecer sin haber aprendido nada de la etapa terrorista, el PNV activa mecanismos que posteriormente tienen difícil control.

El PNV sigue cautivo de un relato victimista de tres tiempos: pasado glorioso, presente degradado y futuro redentor. Un futuro cerrado niega el pluralismo razonable de ciudadanos con visiones filosóficas, religiosas y morales diferentes. Una perspectiva de la ciudadanía recortada a una determinada identidad colectiva rechaza la inclusión, de modo que la comunidad ya no se constituye a través de una esfera pública vitalizada por aquello que se comparte con los demás, se trata más bien de una ‘comunidad de la tierra’ (Euskal Herria) que avanza como un zombie hacia un destino prefijado.

En el ejercicio de autoanálisis y de exégesis que un PNV comprometido con la democracia debería realizar tendrían que indagar en sus orígenes, en la oscura figura de su fundador y en determinados periodos controvertidos de su historia que están sin dilucidar. Pero, claro, si los elementos antidemocráticos fueran expurgados, el PNV sería otro partido. El corpus teórico del PNV se compadece mal con la democracia, es una anticuada maquinaria del siglo XIX que no admite arreglos democráticos. ¿Y qué decir de Sortu y su concepción de la libertad y de la democracia, si todavía encuentra elementos moralizantes en el asesinato político?

Pues bien, con este exiguo bagaje el éxito político logrado por el nacionalismo es asombroso. La combinación de violencia dura e ingeniería social, esto es, la construcción nacional, ha transformado la sociedad. ETA y sus círculos, sobre todo en pequeñas ciudades, sirvieron para disciplinar a la población y eliminar la disidencia. Y desde instancias oficiales, millonarios programas de asimilación cultural y refinados procesos de selección funcionarial y profesional han dado lugar a la aparición de una élite nacionalista que controla los principales centros de poder.

Cuando nos han quitado tres peones, la dama y un alfil, quieren hacernos ver que jugamos en condiciones de igualdad y que la partida es democrática. Gracias a Europa apagaremos el fuego de la caldera hirviente del nacionalismo.


jueves, 7 de enero de 2021

Marcha fascista sobre Washington


Marcha fascista sobre Washington 


JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL (7-1-20121)

  • Estados Unidos ha vivido el primer intento de golpe de Estado de su historia. Pero desde el poder, como estábamos advertidos que intentaría Donald Trump

Las democracias pueden fracasar a manos no ya de generales, sino de líderes electos, de presidentes o primeros ministros que subvierten el proceso mismo que les condujo al poder. Algunos de estos dirigentes desmantelan la democracia a toda prisa, como hizo Hitler en la estela del incendio del Reichstag en 1933 en Alemania. Pero, más a menudo, las democracias se erosionan lentamente, en pasos apenas apreciables”. Esta profética reflexión está escrita en la página 11 del ensayo ‘Cómo mueren las democracias’ (editorial Ariel), de los profesores Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, publicado en 2018, apenas 20 meses después de que Donald Trump alcanzase la presidencia de los Estados Unidos en 2016.

Durante sus cuatro años de mandato, la democracia más referencial de Occidente, la que presentaba la iconografía más auténtica de los derechos y las libertades, la que disponía de la Constitución escrita más antigua de todas (1787), aquella que proclama ‘Nosotros el pueblo’ como fuente de legitimidad de sus previsiones, ha sido pisoteada por el radicalismo extremista y autoritario de los partidarios del todavía presidente Trump, que no han aceptado el resultado de los comicios del pasado mes de noviembre que dieron una holgada victoria a Joe Biden. Ayer, en el Capitolio, el legislativo de los Estados Unidos debía certificar la mayoría de votos electorales que proclamaban electo definitivamente al candidato demócrata. Cuando se redactan estas líneas, en la noche del 6 de enero, tal convención ritual y de profundo sentido democrático ha sido impedida por una barahúnda de ciudadanos exaltados —una “turba”, según Biden— convenientemente instruidos por el propio Trump y sus muchas terminales políticas y mediáticas. Una catástrofe democrática.

Las imágenes del asalto al Capitolio son las propias de un intentado golpe de naturaleza fascista. Porque en palabras del intelectual italiano más acreditado en el estudio de ese movimiento político, Emilio Gentile, “es fascista aquel que concibe la política no como un enfrentamiento pacífico entre adversarios, sino como un conflicto basado en la antítesis irreductible amigo-enemigo”. Por eso, los acontecimientos que se están produciendo en la capital de los Estados Unidos son una reverberación en el siglo XXI del fascismo del siglo XX, porque, además, ofrecen toda la escenografía que acompaña la sublimación del antagonismo irracional basado en criterios ideológicos dogmáticos: violencia, ‘partidización’ de los símbolos, desacato a las reglas de compromiso en el juego político y deslegitimación del adversario mediante las técnicas conspirativas que tanto sirvieron a las dictaduras de la centuria pasada y aun de la presente.

Donald Trump, con la malversación de la tecnología de la comunicación y la zafiedad oratoria, ha conseguido aquello de lo que nos advertía Paul Bernan, ensayista y analista estadounidense, que en un amplio texto en ‘Letras Libres’ (octubre 2016, n.º 181) escribía: “Se ha presentado como un estafador que desea ser visto como un estafador, y que quiere que te reconozcas como su víctima”. Tanto él como otros pensadores están de acuerdo en que el republicano ha hecho emerger los peores demonios que habitan, latentes, en la sociedad norteamericana: impiedad, xenofobia, racismo, brutalidad y nacionalismo nativista, hasta conseguir que —en palabras del sociólogo Douglas Massey— “el partido de Abraham Lincoln se haya convertido en el del nacionalismo blanco”.

La primera línea del ensayo titulado ‘Cómo mueren las democracias’ era la siguiente: “¿Está la democracia estadounidense en peligro?”. La respuesta, al principio intuida y ayer confirmada, es una sobrecogedora afirmación. Y al estarlo, como estamos viendo en las imágenes en todas las televisiones y leyendo en todas las crónicas, lo están todas las de los países que son Estados de derecho en los que rige la separación de poderes que se somete al imperio de la ley y en los que se respetan los derechos y libertades individuales y colectivos. Lo que ocurre en Estados Unidos —la mayor potencia del mundo en todas las variables que sirven para medir esa condición— nos está ocurriendo a todos, porque Donald Trump, sea causa o efecto de lo que ha venido ocurriendo allí y de lo que está sucediendo ahora, ha creado una perversa escuela de autocracias. Tiene discípulos y seguidores en el continente americano, pero también en Europa.

Estos tiempos convulsos, en los que un desastre sanitario se anuda a una crisis económica y a una transformación muy radical de los usos y costumbres sociales, nos remiten al periodo de entreguerras del siglo pasado, un tiempo que, salvando las distancias, creó el caldo de cultivo para la emergencia de las dictaduras llevadas en volandas por unos electorados inoculados por el temor y la incertidumbre que se entregaron a los designios que marcaban los ‘hombres providenciales’.

Lo que está ocurriendo en Washington evoca con lejanía pero, igualmente, con aproximación, la marcha sobre Roma de los fascistas italianos en noviembre de 1922. La historia no se repite, pero presenta episodios ‘déjà vu’. El golpe a la democracia norteamericana lo es a todas, y quienes se encojan de hombros o asuman con indiferencia este histórico 6 de enero de 2021 pierden la ciudadanía moral. En cuanto a España, extraigamos al menos un aprendizaje de estos sucesos, haciéndolo en palabras de los profesores Levitsky y Ziblatt: “Bajo el desmantelamiento de las normas básicas de la tolerancia mutua y de la contención, subyace un síndrome de intensa polarización partidista”.

Tolerancia y contención. Dos principios que están siendo aviesamente dinamitados con la hipocresía que mostró Trump en un vídeo —no apareció en directo en TV— en el que persistió en la afirmación de que las elecciones han sido fraudulentas y aconsejó desmayadamente a sus partidarios —entre halagos a su comportamiento— que se retirasen. Utilizó el definitorio lenguaje de los tiranos cuando tantean perpetrar todo un golpe de Estado.