CONTRA LA IDENTIDAD
CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO
Extracto del articulo publicado en el El Mundo (05/09/2016)
La defensa de la identidad colectiva es un ejercicio
intelectualmente frustrante y políticamente peligroso, también en
el caso de Europa. La Europa unida se construyó contra los bloques
étnicos, los mitos historicistas y las arengas patrióticas.
Enarbolar ahora la identidad, aunque sea como escudo, es renunciar a
nuestra mayor conquista: la idea de ciudadanía. Ser un
ciudadano significa que ni tu procedencia ni tu aspecto ni tu renta
ni tu religión ni tus sentimientos ni tus influencias
culturales -es decir, nada de lo que conformaría una
supuesta identidad- afectan a tus derechos y obligaciones. Estos
existen -y son idénticos a los de tus vecinos- sólo en razón de tu
pertenencia a una comunidad democrática de derechos y libertades. No
hay nada más valioso. Y pocas cosas más infravaloradas.
Además, ¿cómo se define la identidad europea? El
perezoso responde: "Grecia, Roma, el humanismo judeo-cristiano".
Pero una cosa son las raíces culturales o filosóficas y otra muy
distinta la identidad. Si fueran lo mismo todo lo que llamamos
Occidente sería uniforme, de Israel a Haití. Tampoco hay que
confundir la defensa de los valores fundamentales con la identidad.
Decimos identidad cuando queremos decir valores
porque nos parece que "valores" se queda corto. Es un grave
error. No sólo porque esos valores vertebran la civilización, sino
porque lo hacen precisamente contra las fuerzas irracionales de la
identidad. Los derechos humanos, la libertad, la igualdad ante la
ley, el pluralismo, la solidaridad... pueden ser enemigos, antídotos
o víctimas de la identidad, pero nunca sus sinónimos.
Cuando alguien proclama "¡Viva la identidad
europea!", hay que preguntarle: "¿Y muera quién?" La
identidad siempre se define por oposición a un otro, que luego pocos
se atreven a definir. Y los que se atreven suelen ser pirómanos.
Sucedió a principios del siglo XX y ahora vuelve a ocurrir. Breivik,
Bataclan; Brexit, Le Pen; Putin, Trump; nuestros ibéricos
Otegi
y Puigdemont.
Son los identitaristas del siglo XXI. Un grupo transversal que ataca
nuestro sistema de paz y libertad. Frente a su amenaza y su
arrogancia, Europa no debe anteponer una nueva identidad, sino el más
firme rechazo a la identidad como concepto y como proyecto.
La identidad es un concepto remoto. De hecho, pocas
cosas hay más primitivas; es el grito de la tribu. Sin embargo, su
formulación como consigna moral -identity politics- nace en
los años 60, en las universidades norteamericanas. El activismo
estudiantil pasa entonces de la reivindicación obrera a la
reivindicación identitaria. Surgen como setas nuevas asignaturas
definidas por criterios étnicos y de género. Los currículos se
atomizan y los módulos se hacen puntuales y narcisistas. Hagan la
prueba: descarguen el catálogo de cualquier universidad americana;
descubrirán un Babel de compartimentos pequeños, rígidos y
estancos. El conocimiento se ha fragmentado. El alumnado, también.
Lo que une a los estudiantes -es decir, a los seres humanos- ha
cedido ante lo que los diferencia. Y ese culto a la diferencia ha
alumbrado sus correspondientes dogmas, inquisidores y autos de fe.
El identitarismo también ha causado estragos en la
política. La actual crisis de la socialdemocracia es, en buena
medida, la consecuencia
de un proceso que el propio Judt describió con lúcida tristeza. La
izquierda ha pasado de defender la igualdad a defender la identidad.
El feminismo, el movimiento LGTB, el black power, el
multiculturalismo, lo étnico, lo local, lo rural... El tradicional
universalismo de la izquierda ha quedado sepultado bajo una montaña
de reclamaciones identitarias. Y junto a él, la relación entre
socialdemocracia y ciudadanía.
Tampoco en esto Spain is different. Si
acaso, el peculiar
desarrollo del siglo XX español -Guerra Civil,
dictadura, relato de vencedor y vencidos- ha agravado la deriva
identitaria de nuestra izquierda. Podemos, Izquierda Unida, una parte
importante del PSOE: todos legitiman el delirio nacionalista. Todos
invocan presuntos derechos históricos, singularidades y sentimientos
frente a la igualdad y la libertad de los españoles. Todos
comulgan en la condescendencia con Otegi y el apaciguamiento de
Puigdemont.
El caso español también ilustra hasta qué punto
el identitarismo es reduccionista. Basta indagar en la experiencia de
un no nacionalista en Gerona o San Sebastián. El identitarismo
niega la posibilidad de que en una misma persona convivan
sentimientos distintos, no digamos ya contradictorios. Presiona
al individuo para que se defina. Y si no se define, o se define mal,
lo castiga. Pocos ejemplos más sórdidos que las acusaciones de
autoodio contra los que dicen sentirse catalanes y
españoles a la vez. Y ninguno más elocuente que el tiro en la nuca.
Junto con el reconocimiento de la complejidad del
individuo, el otro pilar de la convivencia democrática es la
drástica rebaja de las emociones, que la identidad también impugna.
Cuando todos los argumentos han fracasado, siempre llega, inexorable,
la apelación al corazón: "¡Es que yo me siento muy catalán!"
Ya. Pero eso es hoy, después de 30 años de adoctrinamiento. Y,
además, ¿has pensado cómo se siente tu vecino? ¿Y por qué tus
sentimientos son más legítimos o relevantes que los suyos? Ah,
porque sois más. ¿Pero cuántos más? ¿Dónde dices que está el
listón? ¿Y la frontera? ¿Quién tiene derecho a opinar? ¿Toda la
comunidad democrática; todos los actuales propietarios de la
soberanía? Ah, no. Sólo tus identitariamente iguales. Uf.
Con los sentimientos es imposible un pacto de
ciudadanía.
Cuando miremos atrás, hacia este tiempo de pérdida
de sentido y exceso de sensiblería, pensaremos: ¿En qué momento
olvidamos la lección? Europa y EEUU ganamos juntos la guerra a la
identidad. Construimos un mundo seguro en paz y libertad, pero no
hemos preservado su fundamento: el concepto de ciudadanía. Por
culpa, condescendencia o miedo, hemos permitido que su némesis, la
identidad,
se colara por la rendija de la corrección política. Hemos creado
guetos culturales y religiosos. Hemos desmantelado los espacios
públicos para la discusión común. Y hemos permitido la
fragmentación del demos. La resultante segregación está
alentando un grave conflicto, no entre cosmopolitas e identitaristas,
sino entre identitaristas de distinto signo.
No hay atajos identitarios frente a la identidad. El
desafío de Europa no consiste en intentar casar a Voltaire
con el Vaticano o la Feria de Sevilla con Calvino.
Consiste en reafirmar la ciudadanía. En forjar individuos
idénticos sólo ante la ley; vinculados por unos valores
universales y superiores; libres, demócratas, cosmopolitas y
adultos. Europa debe rearmarse, desde luego. Pero no con una
identidad, sino contra la identidad.
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