martes, 27 de septiembre de 2016

El objeto del voto vasco



El objeto del voto vasco


JOSEBA ARREGI

El Mundo (27/09/2016)



Aunque parezca muy sencillo, no está muy claro lo que han votado los vascos, pues nada es sencillo en Euskadi. Aunque también sería válido afirmar que está muy claro lo que han votado los vascos. Pero eso que está tan claro, no es lo que parece a primera vista.

Antes de entrar a analizar esa paradoja, es preciso afirmar que la primera fuerza, con diferencia, es de nuevo el PNV, que consigue aumentar su número de diputados en el Parlamento vasco en dos. A pesar de este aumento, sigue lejos de la mayoría absoluta. La segunda posición la ocupa EH Bildu, que pierde cuatro escaños en comparación con las anteriores elecciones autonómicas. Todo apunta a que continúa el estancamiento de esta fuerza política y que ya no es capaz de aprovechar el hecho de que ETA no mate como antaño aprovechaba las treguas de la banda.

Además, le ha surgido una competencia en el lado nacionalista radical en Podemos en la medida en que este partido defiende algo que suena a derecho de autodeterminación, aunque no está muy claro en cuál de sus modalidades y significados. El nuevo partido en el Parlamento vasco esperaba mejores resultados y parece que el gran momento de euforia novedosa ha comenzado a replegarse, lo cual no evita que por el lado socialista no sea capaz de hacer una dura competencia al PSE, que baja siete escaños. Un varapalo en toda regla, pues significa perder casi la mitad de su representación para quedarse al mismo nivel del PP, que pierde un solo escaño.

Queda, pues, un Parlamento complicado, cosa nada extraña en la que se ha dado en llamar una isla de estabilidad en el caótico mapa político español. El único momento duradero de estabilidad política que permitía gobernar con una mayoría en el Parlamento, la verdadera garantía de estabilidad en una democracia parlamentaria, fue mientras duraron los gobiernos de coalición entre PNV y PSE. En el resto del tiempo se ha gobernado siempre en minoría, con pactos puntuales, siempre condicionados por otros pactos en otras instituciones.

Esta situación puede llamar la atención. ¿Cómo se consigue transmitir la sensación de estabilidad gobernando en minoría, cuando no se hace en coalición con otro partido con el que se comparte gobierno? La respuesta a esta pregunta abre la puerta al análisis apuntado en la primera reflexión: ¿qué votan realmente los vascos, más allá de las siglas de los partidos políticos? Conocidas las encuestas preelectorales, los medios vascos, pero no sólo ellos, titulaban con "Victoria holgada del PNV". Es cierto, pues la diferencia con el segundo partido es sustancial, pero la distancia con la mayoría absoluta es casi igual de grande. Pero, paradójicamente, el nacionalismo tradicional, el nacionalismo del PNV parece ser hegemónico. ¿En qué se nota esa hegemonía? Se palpa, se percibe, en los medios, en las noticias, en el mundo de la cultura, en las opiniones publicadas.

Pero sobre todo en que es el nacionalismo del PNV el que define los temas, las cuestiones y los ejes que deben caracterizar la política vasca. Si el PNV decide que el tema más importante es el nuevo estatus que defina la relación con España, en términos de bilateralidad, de igual a igual, blindando las competencias de Euskadi y con una sala especial para asuntos vascos en el Tribunal Constitucional con miembros nombrados en Euskadi, parece obligatorio que el resto de partidos tenga que entrar al debate. Si el PNV decide que se está produciendo una recentralización por parte del Gobierno, todo el mundo se siente obligado a defender el autogobierno, y algunos además se sienten obligados a afirmar que ellos también quieren más autogobierno -el PSE y Podemos-. Si el PNV decide que es preciso realizar una defensa cerrada del concierto, que es preciso equiparar cupo y concierto -algo que no es cierto-, todo el mundo se siente obligado a la misma defensa y a la misma confusión. Lo común es defender más autogobierno como garantía del bienestar vasco, olvidándose que la fuente de ese bienestar está, en buena medida, en el diferencial entre la superior riqueza producida por los ciudadanos vascos y el aún mucho mayor gasto público por ciudadano, producto no necesariamente del concierto, sino de su aplicación en el cupo y otras vías. Pero nadie pone en duda ni el concierto ni el cupo, nadie subraya el déficit creciente en pensiones que tiene Euskadi: 2.300 millones según las últimas noticias.

Lo común es defender más autogobierno, sin decir nunca dónde se acaba, cuál es la meta si no es un autismo político, una autarquía igual a la independencia, pero sin atreverse a afirmar que no es en absoluto necesario una reforma en profundidad del Estatuto de autonomía, que es un capricho del PNV porque lo necesita o porque tiene que mostrar una cara más radical para no quedar retrasado en relación a EH Bildu. El PSE se ha visto obligado, es un ejemplo, a afirmar que están dispuestos a recoger que Euskadi es una nación si por nación se entiende algo matizado.

Pero nadie se atreve a decir que Euskadi es más plurinacional que España, que la mayoría de los ciudadanos del País Vasco son plurales en sí mismos, siendo, en diferentes grados, vascos y españoles a quienes por voluntad del PNV se les obligará en el futuro estatus a mantener relaciones bilaterales consigo mismos, a la esquizofrenia o el bipolarismo. Si el PNV afirma que la obligada renuncia al terror por parte de ETA abre el camino a la paz entendida como reconciliación metiendo en el mismo saco a las víctimas de la guerra civil, del franquismo, de los GAL y de ETA, apostando por una memoria que recoja todo y obviando con toda claridad que es ETA y su terror lo que ha marcado la historia vasca de los últimos 55 años, respaldando así la latente voluntad de olvido de buena parte de la sociedad vasca por incapacidad de mirarse al espejo y preguntarse dónde estuvieron y qué hicieron mientras duró ese terror, muy pocos se atreven a levantar la voz, luchar contra el olvido y el blanqueo de la historia de terror de ETA, y aplauden las vías privadas del perdón, el abrazo, la reconciliación personal.

No puede extrañar, pues, el resultado del PNV. Lo que debiera extrañar es lo contrario: cómo, en esas condiciones de hegemonía y con la poca resistencia de los partidos políticos en el día a día de la política, exista todavía una parte de la sociedad vasca que no se deja arrastrar por dicha hegemonía, aunque el PNV obtenga la citada mayoría holgada. Lo que votan los vascos es en buena medida su propio bienestar y la base de ese bienestar, el concierto y el cupo, el plus en el gasto público por habitante que no es acorde, ni de lejos, con la diferencia en riqueza producida en Euskadi, lo que votan los vascos es su creencia de que ese bienestar y ese diferencial en el gasto público es debido al PNV, que este partido es su mejor defensor. Y lo que vota el ciudadano vasco es la bendición que parece venirle de la mano del Gobierno vasco del PNV para que no tenga que mirarse en el espejo y preguntarse qué hizo, dónde estuvo mientras duró la historia de terror de ETA.

El independentismo se halla en horas bajas en la sociedad vasca, pero Euskadi vota nacionalista porque mira a su bolsillo y a los servicios públicos que recibe sin preguntarse quién y cómo los financia. Con razón ha dicho el lehendakari Urkullu en el momento de votar: que los vascos pongan con sus votos de manifiesto lo singular, lo propio, lo diferente. Eso propio, singular y diferente es el bienestar financiado con el diferencial de gasto público que no se deriva de nuestra mayor riqueza.

Mucho han hablado los analistas de que en el Parlamento vasco que se acaba de elegir habrá una mayoría clara por el derecho de autodeterminación. Es bastante difícil que los tres grupos que lo apoyan, EH Bildu, Podemos y PNV tengan lo mismo en mente cuando hablan de ello, y por ello es difícil que se pongan de acuerdo.

En Euskadi nada es lo que parece. Todo es más complicado, o más sencillo si se hace un mínimo esfuerzo por conocer no las proclamas oficiales de los gobernantes, sino la realidad de los datos, si se mantiene un mínimo de espíritu crítico, si se analizan las propuestas no en el envoltorio que les dan los proponentes, el PNV y el lehendakari Urkullu en lo que se refiere al nuevo estatus de relación con España, sino en los contenidos concretos que exigen una confederación de Euskadi con España. Pero parece que en la villa y corte en estos momentos todo parece bienvenido si es para marcar las diferencias con el independentismo catalán, cuyos comienzos, sin embargo, fueron exactamente los mismos que ahora vemos en Euskadi: la exigencia de una confederación con España, que no otra cosa era la idea de Maragall quien terminó confesándolo después de haber mareado la perdiz con el federalismo. Y ahora sabemos adónde conduce esa confusión.


domingo, 18 de septiembre de 2016

La manzana podrida


LA MANZANA PODRIDA


MARISA CRUZ

El Mundo (18/09/201)




Mariano Rajoy está en el punto de mira. En el centro de la plaza. Todos los ojos se fijan en él. La manzana de Génova, carcomida, reposa sobre su cabeza. Los gusanos devoran el corazón y horadan la piel. Salen a la luz. Y Mariano la sostiene. Peligrosamente.

A cien pasos un ballestero dispara la flecha. ¿Quién es? Él lo sabe, es una mano conocida, de su propia familia. El acero tiene un objetivo: la manzana que lo corona. El riesgo de caer fulminado es muy alto.

Pocas opciones tiene el presidente del PP. Durante demasiado tiempo ha esquivado el peligro y ha protegido la fruta aún a sabiendas de que se pudría. Ahora no tiene escapatoria. Ha de actuar, tiene que moverse pero está amarrado. ¿Tanto teme a los gusanos que anidan junto a a su frente?

Los acontecimientos se han sucedido, al final, muy deprisa. Se venían larvando y ahora se han acelerado. Ha bastado una semana. La gangrena es apreciable a simple vista. La ex alcaldesa de Valencia la ha expuesto con crudeza. Ante los ojos de Rajoy la película de los recuerdos pasa en milésimas de segundo. ¡Ay, qué caro costó aquel SMS! Y aquel, ¡Rita eres la mejor! Y qué decir del ¡cuánto te quiero Paco! Demasiados errores y poca expiación.

Hay que cortar por lo sano, piensan muchos en el partido, aunque el presidente se resista. Es ahora o nunca porque la enfermedad se extiende por el olmo, hendido por el rayo. Se impone la cirugía.

La flecha no se detendrá. Rajoy tiene que entregar la manzana o caerá con ella. Más aún, debe ser él mismo quien la destruya. Se lo piden los suyos, muchos de los suyos. Los que quieren un nuevo futuro. Limpio, sin corrupción. Los que confían en las lluvias de abril y el sol de mayo. De lo contrario, los cantones se sublevarán. La voz de alarma ya ha sido dada.

P.D. del autor de este blog: Se podría firmar un texto similar para la situación de Pedro Sánchez,


martes, 6 de septiembre de 2016

Contra la identidad


CONTRA LA IDENTIDAD

CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO

Extracto del articulo publicado en el El Mundo (05/09/2016)


La defensa de la identidad colectiva es un ejercicio intelectualmente frustrante y políticamente peligroso, también en el caso de Europa. La Europa unida se construyó contra los bloques étnicos, los mitos historicistas y las arengas patrióticas. Enarbolar ahora la identidad, aunque sea como escudo, es renunciar a nuestra mayor conquista: la idea de ciudadanía. Ser un ciudadano significa que ni tu procedencia ni tu aspecto ni tu renta ni tu religión ni tus sentimientos ni tus influencias culturales -es decir, nada de lo que conformaría una supuesta identidad- afectan a tus derechos y obligaciones. Estos existen -y son idénticos a los de tus vecinos- sólo en razón de tu pertenencia a una comunidad democrática de derechos y libertades. No hay nada más valioso. Y pocas cosas más infravaloradas.

Además, ¿cómo se define la identidad europea? El perezoso responde: "Grecia, Roma, el humanismo judeo-cristiano". Pero una cosa son las raíces culturales o filosóficas y otra muy distinta la identidad. Si fueran lo mismo todo lo que llamamos Occidente sería uniforme, de Israel a Haití. Tampoco hay que confundir la defensa de los valores fundamentales con la identidad.

Decimos identidad cuando queremos decir valores porque nos parece que "valores" se queda corto. Es un grave error. No sólo porque esos valores vertebran la civilización, sino porque lo hacen precisamente contra las fuerzas irracionales de la identidad. Los derechos humanos, la libertad, la igualdad ante la ley, el pluralismo, la solidaridad... pueden ser enemigos, antídotos o víctimas de la identidad, pero nunca sus sinónimos.

Cuando alguien proclama "¡Viva la identidad europea!", hay que preguntarle: "¿Y muera quién?" La identidad siempre se define por oposición a un otro, que luego pocos se atreven a definir. Y los que se atreven suelen ser pirómanos. Sucedió a principios del siglo XX y ahora vuelve a ocurrir. Breivik, Bataclan; Brexit, Le Pen; Putin, Trump; nuestros ibéricos Otegi y Puigdemont. Son los identitaristas del siglo XXI. Un grupo transversal que ataca nuestro sistema de paz y libertad. Frente a su amenaza y su arrogancia, Europa no debe anteponer una nueva identidad, sino el más firme rechazo a la identidad como concepto y como proyecto.

La identidad es un concepto remoto. De hecho, pocas cosas hay más primitivas; es el grito de la tribu. Sin embargo, su formulación como consigna moral -identity politics- nace en los años 60, en las universidades norteamericanas. El activismo estudiantil pasa entonces de la reivindicación obrera a la reivindicación identitaria. Surgen como setas nuevas asignaturas definidas por criterios étnicos y de género. Los currículos se atomizan y los módulos se hacen puntuales y narcisistas. Hagan la prueba: descarguen el catálogo de cualquier universidad americana; descubrirán un Babel de compartimentos pequeños, rígidos y estancos. El conocimiento se ha fragmentado. El alumnado, también. Lo que une a los estudiantes -es decir, a los seres humanos- ha cedido ante lo que los diferencia. Y ese culto a la diferencia ha alumbrado sus correspondientes dogmas, inquisidores y autos de fe.

El identitarismo también ha causado estragos en la política. La actual crisis de la socialdemocracia es, en buena medida, la consecuencia de un proceso que el propio Judt describió con lúcida tristeza. La izquierda ha pasado de defender la igualdad a defender la identidad. El feminismo, el movimiento LGTB, el black power, el multiculturalismo, lo étnico, lo local, lo rural... El tradicional universalismo de la izquierda ha quedado sepultado bajo una montaña de reclamaciones identitarias. Y junto a él, la relación entre socialdemocracia y ciudadanía.

Tampoco en esto Spain is different. Si acaso, el peculiar desarrollo del siglo XX español -Guerra Civil, dictadura, relato de vencedor y vencidos- ha agravado la deriva identitaria de nuestra izquierda. Podemos, Izquierda Unida, una parte importante del PSOE: todos legitiman el delirio nacionalista. Todos invocan presuntos derechos históricos, singularidades y sentimientos frente a la igualdad y la libertad de los españoles. Todos comulgan en la condescendencia con Otegi y el apaciguamiento de Puigdemont.

El caso español también ilustra hasta qué punto el identitarismo es reduccionista. Basta indagar en la experiencia de un no nacionalista en Gerona o San Sebastián. El identitarismo niega la posibilidad de que en una misma persona convivan sentimientos distintos, no digamos ya contradictorios. Presiona al individuo para que se defina. Y si no se define, o se define mal, lo castiga. Pocos ejemplos más sórdidos que las acusaciones de autoodio contra los que dicen sentirse catalanes y españoles a la vez. Y ninguno más elocuente que el tiro en la nuca.

Junto con el reconocimiento de la complejidad del individuo, el otro pilar de la convivencia democrática es la drástica rebaja de las emociones, que la identidad también impugna. Cuando todos los argumentos han fracasado, siempre llega, inexorable, la apelación al corazón: "¡Es que yo me siento muy catalán!" Ya. Pero eso es hoy, después de 30 años de adoctrinamiento. Y, además, ¿has pensado cómo se siente tu vecino? ¿Y por qué tus sentimientos son más legítimos o relevantes que los suyos? Ah, porque sois más. ¿Pero cuántos más? ¿Dónde dices que está el listón? ¿Y la frontera? ¿Quién tiene derecho a opinar? ¿Toda la comunidad democrática; todos los actuales propietarios de la soberanía? Ah, no. Sólo tus identitariamente iguales. Uf.

Con los sentimientos es imposible un pacto de ciudadanía.

Cuando miremos atrás, hacia este tiempo de pérdida de sentido y exceso de sensiblería, pensaremos: ¿En qué momento olvidamos la lección? Europa y EEUU ganamos juntos la guerra a la identidad. Construimos un mundo seguro en paz y libertad, pero no hemos preservado su fundamento: el concepto de ciudadanía. Por culpa, condescendencia o miedo, hemos permitido que su némesis, la identidad, se colara por la rendija de la corrección política. Hemos creado guetos culturales y religiosos. Hemos desmantelado los espacios públicos para la discusión común. Y hemos permitido la fragmentación del demos. La resultante segregación está alentando un grave conflicto, no entre cosmopolitas e identitaristas, sino entre identitaristas de distinto signo.

No hay atajos identitarios frente a la identidad. El desafío de Europa no consiste en intentar casar a Voltaire con el Vaticano o la Feria de Sevilla con Calvino. Consiste en reafirmar la ciudadanía. En forjar individuos idénticos sólo ante la ley; vinculados por unos valores universales y superiores; libres, demócratas, cosmopolitas y adultos. Europa debe rearmarse, desde luego. Pero no con una identidad, sino contra la identidad.