martes, 21 de diciembre de 2021

El mal en nosotros

 El mal en nosotros

EDURNE PORTELA . El Correo (19-12-2021)

En el ensayo 'Prisioneros de la historia' (Galaxia Gutenberg, 2021), el historiador Keith Lowe describe las atrocidades que la división Das Reich de las Waffen-SS cometió en el pueblo francés de Oradour-sur-Glane el 10 de junio de 1944. Las tropas de las SS congregaron a todo el pueblo en la plaza y separaron a los hombres de las mujeres y niños. A ellos los ametrallaron, remataron, cubrieron con paja y combustible y quemaron. Eran más de doscientos hombres. A las mujeres y los niños los encerraron en la iglesia del pueblo. Después de asegurarse de que todos los hombres estaban muertos, los soldados fueron a la iglesia y colocaron en el altar una caja de explosivos, salieron del edificio, sellaron las puertas y la hicieron explotar. Después, entraron para rematar a las mujeres y niños que habían quedado vivos. Durante las horas siguientes recorrieron el pueblo saqueándolo, buscando posibles supervivientes y quemando edificios. Este es el recuento de la destrucción: «Para cuando terminaron, las Waffen-SS habían incendiado 123 casas, cuatro escuelas, 22 almacenes, 26 talleres, 19 garajes, 40 graneros, 35 cobertizos agrícolas, 58 hangares y una estación de tranvía. Estas son las ruinas que quedan en la desierta localidad de Oradour-sur-Glane hoy en día. Amontonados sobre estas ruinas, tanto individualmente como en grandes grupos, estuvieron los cuerpos de 642 personas».

Lowe narra estos acontecimientos y otros horrores de la Segunda Guerra Mundial con el propósito de analizar los monumentos que se erigieron después para conmemorar a los mártires, héroes, incluso en algunos casos perpetradores, o para asentar los principios de paz y no repetición. Las autoridades francesas decidieron dejar las ruinas de Oradour-sur-Glane tal cual quedaron tras la masacre de 1944, un recordatorio siniestro y sobrecogedor de la capacidad destructiva de la guerra y, más concretamente, del nazismo. Aunque Lowe también señala que hubo franceses colaboracionistas que contribuyeron a ese horror y esa destrucción, por mucho que a Francia le cueste reconocerlo. El análisis histórico de Lowe señala que ninguna nación tiene una visión objetiva sobre su pasado y, como defendía también Tzvetan Todorov, se tiende a ensalzar aquellas partes de la historia que destacan las virtudes propias y las faltas ajenas, dejando en segundo plano o haciendo desaparecer lo que nos hace menos loables.

Lowe no discute –no es el objetivo del ensayo– cómo se llegaron a cometer las atrocidades a las que se refiere, desde la masacre de Oradour-sur-Glane a Auschwitz, pasando por bombardeos devastadores como el de Hamburgo, las miles de mujeres convertidas en esclavas sexuales por las tropas japonesas en Corea o la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki. Tomando el ejemplo de Oradour-sur-Glane, ¿cómo entender la orden de colocar una caja llena de explosivos en el altar de una iglesia llena de mujeres y niños? ¿Podemos ponernos en la piel del soldado que pasa horas y horas asesinando a hombres indefensos? Es más fácil para nuestra conciencia ponernos en la piel de las víctimas porque imaginar ese nivel de maldad en nosotros mismos resulta inasumible. Y sin embargo, cuando se reproducen estos ciclos de violencia extrema nos volvemos a hacer la misma pregunta: ¿cómo ha sido posible? Hannah Arendt lo intentó explicar a través del concepto de 'banalidad del mal': ese mal que no se piensa, que simplemente se ejecuta. El mal encarnado en el fiel cumplidor de la ley que no cuestiona. Podemos entender el análisis lúcido de Hannah Arendt. Y, sin embargo, ante las atrocidades que relata Lowe, que han relatado tantos y tantas antes, sigo musitando una palabra: inconcebible.

Para salir de la parálisis que produce esta palabra –inconcebible– me remito a otro ensayo, también publicado este otoño en Galaxia Gutenberg, 'Decir el mal', de Ana Carrasco Conde. Donde Lowe se asoma, Carrasco Conde bucea a pleno pulmón. La filósofa escribe en contra del tópico de que el mal es «indecible» o «inimaginable». Porque el mal, como demostró el engrasado aparato de destrucción nazi en los campos de concentración, se puede imaginar, planear, describir con palabras, y llevar a la acción, consumar. «No por impensable es imposible», señala la autora. Carrasco Conde hace un repaso exhaustivo de la tradición filosófica que ha tratado en profundidad el mal, desde Platón y Aristóteles hasta Hannah Arendt y Rita Segato. Con lucidez y claridad, dialoga con las tradiciones que han explicado el mal como esencia contraria al bien, como ignorancia o como obediencia, como disrupción de un orden superior o perfecto, como naturaleza oscura, como inevitable manifestación del egoísmo humano, como goce ante el sometimiento del otro.

Y en este diálogo señala las limitaciones de cada explicación, unas limitaciones que se hacen más evidentes cuando se ponen ante el escrutinio de la víctima. ¿Va a aceptar la madre que ha visto cómo arrancaban de sus brazos a su hijo y lo introducían en una cámara de gas que el soldado simplemente cumplía órdenes, que no sabía, que la culpa la tiene una esencia que como humanos compartimos, que tal vez lo hizo por placer o por miedo? ¿Explica algo de esto el proceso que llevó a ese soldado a introducir a un bebé en una cámara de gas?

Para Ana Carrasco Conde la respuesta es buscar el mal no en las esencias o las explicaciones puntuales, sino en las dinámicas intersubjetivas que creamos en nuestras relaciones cotidianas. Quien da la orden de matar, quien imagina las formas de hacerlo, quien las lleva a cabo actúa dentro de una dinámica que no emerge de la nada. «Bien y mal no son puntos de partida. No son esencias trascendentes». En vez de pensar que el ser humano es malo por naturaleza o que es la sociedad la que nos empuja a obrar mal, Carrasco Conde propone pensar en «cómo está constituido el mundo para generar no solo la posibilidad del mal, sino el ejercicio normalizado del mismo». Y aquí está la clave de este gran ensayo, en la llamada de atención sobre nuestros actos cotidianos y cómo normalizamos los que generan daño innecesario.

Los agentes involucrados en las guerras, el genocidio, las violaciones masivas o el exilio forzado de comunidades no hacen el mal solo como individuos sino como parte de una sociedad que ha permitido un proceso de degradación y deshumanización de sus futuras víctimas. En ese proceso entramos todos: los que señalamos, los que usamos las palabras que degradan, los que miramos hacia otro lado, los que ponemos nuestra imaginación e inteligencia al servicio del mal. Si observamos detenidamente nuestro presente veremos claros ejemplos de ello.

Bilingúismo y estado de derecho

 Bilingüismo y estado de derecho

Javier Tajadura Tejada- El Correo (21-12-2021)

  • El sistemático incumplimiento de las sentencias sobre el uso del catalán en la enseñanza debe tener una respuesta por parte del Gobierno.

Cataluña es una sociedad bilingüe en la que el bilingüismo se practica con naturalidad. La utilización de las dos lenguas -castellana y catalana- no debería ser un problema. Sin embargo, desde hace tres décadas la Generalitat ha implantado un sistema que excluye de la enseñanza al castellano, lengua oficial del Estado y lengua materna de la mayoría de los catalanes. Se trata de una situación que no se da en ningún país descentralizado de Europa. Cataluña es el único territorio bilingüe de Europa en el que solo una de las dos lenguas oficiales es lengua docente.

Ante esta política de implantación de un monolingüismo inconstitucional y de exclusión del castellano de la enseñanza, han reaccionado algunas familias -con un alto coste personal- y obtenido el respaldo de la Justicia en pronunciamientos que han sido sistemáticamente incumplidos. El Tribunal Constitucional en su sentencia sobre el Estatuto catalán de 2010 afirmó que «es constitucionalmente obligado que las dos lenguas cooficiales sean reconocidas por los poderes públicos competentes como vehiculares». Vehiculares quiere decir de uso habitual. Desde esta óptica, es indiferente que las leyes educativas prevean o no expresamente el carácter vehicular del castellano en la enseñanza, puesto que dicha obligación emana directamente de la Constitución.

La ley de educación impulsada por el ministro Wert en 2013 recogió expresamente que el castellano es vehicular de la enseñanza. Posteriormente, la ley Celaá, para lograr el respaldo de los nacionalistas catalanes, suprimió la referencia. Conviene subrayar que jurídicamente el cambio fue irrelevante. La lengua castellana es vehicular por imperativo constitucional como reconocen el Supremo y el Constitucional, con independencia de su explícito reconocimiento legal. Ahora bien, en las últimas tres décadas ese mandato constitucional ha sido sistemáticamente incumplido: la utilización del castellano en las aulas de Cataluña ha sido residual.

En este contexto y ante el reiterado incumplimiento de la sentencia del Constitucional de 2010, en diciembre del año pasado el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña estableció la obligatoriedad de impartir al menos un 25% de las clases en castellano. Asumió así una función en cierto modo legislativa que le es impropia, pero justificada por la necesidad de garantizar los derechos de los padres que quieren que sus hijos sean educados en ambas lenguas. Derechos que no garantizaban de forma efectiva ni el legislador central ni el autonómico.

La Generalitat interpuso un recurso de casación ante el Supremo contra esa resolución y el Alto Tribunal lo inadmitió el mes pasado. La sentencia es, por tanto, firme y debe ser cumplida en todos sus términos. La decisión del Supremo de ratificarla y confirmarla ha desencadenado una campaña de acoso contra la familia del menor cuya denuncia puso en marcha el proceso. Lamentablemente, hay muchos precedentes de esas conductas de persecución y señalamiento de quienes reclaman algo tan básico como que se cumpla la ley y que sus hijos puedan estudiar en su lengua materna. Comportamientos supremacistas y antidemocráticos que recuerdan al Ku Kux Klan que acosaba a niños afroamericanos y a sus familias que se oponían a la segregación escolar.

El incumplimiento de las sentencias de los tribunales y estas conductas de acoso y persecución que sufren muchas familias catalanas ponen de manifiesto que la vigencia del Estado de Derecho en Cataluña dista mucho de estar asegurada. El Parlamento de Cataluña ha aprobado una resolución a favor de incumplir la sentencia. En la misma línea, la consejería catalana de Educación ha advertido que no va a revisar el modelo vigente aunque sea manifiestamente inconstitucional.

En este contexto lo más grave y preocupante es la falta de respuesta del Gobierno central. La ministra de Educación de España ha llegado a decir que el Gobierno no tiene competencias sobre la materia (sic). El Gobierno tiene la obligación de garantizar la vigencia del Estado de Derecho en todo el territorio nacional y de velar por el cumplimiento de la ley y de las sentencias. La Abogacía del Estado puede y debe solicitar la ejecución forzosa del fallo judicial. El Ministerio Fiscal puede y debe instar actuaciones contra los supremacistas que acosan y atentan contra la integridad moral de quienes se oponen al monolingüismo.

Sin embargo, cabe prever que, para no incomodar a ERC -partido del que depende la continuidad del Gobierno de Sánchez-, la rebeldía catalana no tenga respuesta. Esto pone de manifiesto el alto e inaceptable precio del respaldo de los separatistas a Sánchez. Una cosa es crear fondos millonarios para el doblaje de series en catalán -prioridad presupuestaria muy discutible- y otra violentar principios básicos del Estado de Derecho y de la democracia. Esto último es una indecencia.