El
comodín de la conspiración
Ignacio Camacho. ABC (1-6-2020)
En una democracia asentada, asociar la acción de la justicia con un golpe de Estado revela una subrepticia mentalidad golpista. El término lawfare, o guerra judicial, se ha convertido en el comodín de los populismos para situarse por encima de la obediencia a las leyes, atribuyendo a los jueces una intencionalidad política. En España resulta sarcástico que lo utilicen la extrema izquierda, el independentismo y hasta numerosos dirigentes socialistas, que están en el poder gracias a una morcilla calzada en cierta sentencia para culpar a un presidente -que no estaba siendo juzgado- sin la más mínima prueba objetiva. La nomenclatura de Podemos fabrica la teoría de la conspiración y del conflicto de soberanías a semejanza de sus correligionarios de América Latina, los peronistas de Kirchner o los masistas de Bolivia, omitiendo que si hay un régimen que se haya valido de la instrumentación de los tribunales para acorralar a la oposición-pueden preguntar a Leopoldo López-ha sido el de sus patrocinadores chavistas. Todo da igual a la hora de armar una ofensiva contra la separación de poderes presentándose como víctimas de la tradicional inriga de fuerzas sombrías.
En una democracia asentada, asociar la acción de la justicia con un golpe de Estado revela una subrepticia mentalidad golpista. El término lawfare, o guerra judicial, se ha convertido en el comodín de los populismos para situarse por encima de la obediencia a las leyes, atribuyendo a los jueces una intencionalidad política. En España resulta sarcástico que lo utilicen la extrema izquierda, el independentismo y hasta numerosos dirigentes socialistas, que están en el poder gracias a una morcilla calzada en cierta sentencia para culpar a un presidente -que no estaba siendo juzgado- sin la más mínima prueba objetiva. La nomenclatura de Podemos fabrica la teoría de la conspiración y del conflicto de soberanías a semejanza de sus correligionarios de América Latina, los peronistas de Kirchner o los masistas de Bolivia, omitiendo que si hay un régimen que se haya valido de la instrumentación de los tribunales para acorralar a la oposición-pueden preguntar a Leopoldo López-ha sido el de sus patrocinadores chavistas. Todo da igual a la hora de armar una ofensiva contra la separación de poderes presentándose como víctimas de la tradicional inriga de fuerzas sombrías.
Pero
no se trata sólo de Podemos ni del separatismo insurrecto escocido
por las condenas del Supremo. Al sanchismo le suena bien esa música
porque su concepto cesáreo tiende a neutralizar todo mecanismo de
contrapeso, vigilancia, supervisión o control del Gobierno.
Cualquier ejercicio de autonomía institucional es sospechoso de
desafecto. Tanto el presidente como sus socios tiene una idea
plebiscitaria de liderazgo directo que reclama el sometimiento del
sistema entero. Por eso deslegitiman la independencia judicial,
intimidan a la oposición, hostigan al periodismo, orillan al Rey,
laminan a los guardias civiles que acatan órdenes de los magistrados
o utilizan a la Abogacía y a la Fiscalía del Estado como defensa
privada de altos cargos. Y como no pueden cercenar el debate
parlamentario lo envilecen convirtiendo el Congreso en un corral de
pelea de gallos para provocar el desencanto, la irritación o el
hastío de los ciudadanos. El abuso del estado de alarma es el
ejemplo diáfano de la proclividad de este Ejecutivo a moverse en un
marco autoritario.
El
ataque global a la justicia demuestra que la clave de esta
legislatura está en las togas como símbolo de una sociedad
autónoma. Preservar la jurisdicción de los tribunales equivale a
defender la integridad democrática y la garantía de las libertades
frente a un poder invasivo que pretende vaciar de contenido a un
modelo estructural de equilibrios institucionales. Ése es el peligro
real, tangible, no el del relato de contubernios ficticios que
parecen sacados de un guión barato de serial conspirativo. Si existe
alguna amenaza contra los principios constitucionales, está sentada
en el Consejo de Ministros.