De la
imprevisión a la catástrofe.
Rafael
Matesanz. ABC (6-5-2020)
Durante
los últimos 30 años, el tiempo transcurrido desde la creación de
la Organización Nacional de Trasplantes, han pasado por la sede del
Paseo del Prado un total de 18 ministros de Sanidad. Poco más de año
y medio por ministro designado por los sucesivos gobiernos, con un
factor común en muchos de ellos (con pocas, aunque honrosas
excepciones): la ignorancia absoluta de la cartera que le había
tocado en suerte, bien como pago de servicios prestados o para que se
fogueara en espera de más altas cotas.
Mientras
todo va bien, no pasa nada. Lee discursos, se hace fotos, se dedica a
los asuntos políticos por los que le han colocado ahí, y total, la
asistencia sanitaria se transfirió hace casi 20 años y ya se ocupan
las comunidades. A pasar el año y medio lo mejor posible y por
supuesto a no complicarse la vida con proyectos de futuro que ni le
van a aportar réditos inmediatos ni tampoco llega a entender su
necesidad. Claro que hay técnicos a su alrededor, pero su primer
mandamiento suele ser no importunar al jefe, que en todo caso es un
interino en el ministerio y pasará pronto. Sólo temas en los que
pueda lucirse, y a corto plazo.
Cuento todo esto para mostrar la escasa consideración que a los presidentes del gobierno les merece en general este departamento. El problema es que hay unas situaciones que aparecen periódicamente y que sí son competencias del Ministerio de Sanidad, las crisis de salud pública: vacas locas, SARS, gripe A, ébola..., con mayor o menor gravedad real, pero con un factor común: si la gestión de las mismas las hacen amateurs y no es la adecuada, se pueden llevar por delante a cualquier gobierno, con costes muy elevados tanto económicos como de vidas humanas.
Cuento todo esto para mostrar la escasa consideración que a los presidentes del gobierno les merece en general este departamento. El problema es que hay unas situaciones que aparecen periódicamente y que sí son competencias del Ministerio de Sanidad, las crisis de salud pública: vacas locas, SARS, gripe A, ébola..., con mayor o menor gravedad real, pero con un factor común: si la gestión de las mismas las hacen amateurs y no es la adecuada, se pueden llevar por delante a cualquier gobierno, con costes muy elevados tanto económicos como de vidas humanas.
Y
como la ley de Murphy es inexorable, el nuevo gobierno que toma
posesión a mediados de enero se encuentra el 30 de ese mes, en pleno
aterrizaje del nuevo ministro, con que la OMS declara la alerta
sanitaria por el Covid-19, cuando ya había 18 países afectados
además de China. Tanto este organismo como la Unión Europea
alertaron a los países para que se prepararan ante la expansión del
virus, provisionándose de test, equipos de protección, etcétera.
En España se consideró innecesario hacerlo, mientras los expertos
del ministerio aseguraban por ejemplo el 23 de febrero, cuando ya
habían comenzado las medidas de confinamiento en el norte de Italia,
que aquí no se estaba transmitiendo la enfermedad y que sólo había
casos importados, algo que luego se demostró erróneo. Por cierto,
ninguna medida precautoria con este país al que nos unían entre
otras muchas cosas, más de 250 vuelos diarios sin control alguno.
La
primera semana de marzo ya había infectados en casi todas las
comunidades, se habían producido los primeros brotes en residencias
y los primeros fallecimientos. En trece países se habían ya
suspendido las clases en colegios y universidades y aquí se habían
anulado reuniones y congresos médicos en base a las recomendaciones
del Colegio de Médicos y al menos en Madrid, de una circular del
Servicio Madrileño de Salud (sin ir más lejos a mi me suspendieron
una conferencia). Había suficientes indicios como para tomarse en
serio el peligro y algunas entidades así lo hicieron. Sin embargo,
desde el ministerio se insistía en la “fase de contención” con
una actitud casi contemplativa en la que se afirmaba que el 90% de
los casos eran importados, que sólo había que hacer test a los
infectados y que “hacérselos a sus contactos no aportaba nada”
(sencillamente se ocultó que no había suficientes).
Llega
el 8-M con 76 actos multitudinarios autorizados por la delegación
del Gobierno en Madrid y cientos en toda España, incluidos partidos
de fútbol y mítines políticos, con la frase del portavoz de que si
su hijo le pedía consejo para ir a la manifestación le diría que
hiciera lo que quisiera. Tras los actos festivos todo cambia de la
noche a la mañana de forma que al día siguiente ya se reconoció la
gravedad de la situación y se enfiló hacia el estado de alarma
materializado unos días después.
Todos
esos días de inacción han tenido consecuencias catastróficas
porque nos han hecho llegar tarde a casi todo en una cadena de
errores e impotencia que han desembocado en la situación actual. Los
retrasos en tomar medidas permitieron la expansión del virus, la
carencia de test no provisionados a su debido tiempo impidió acotar
los casos que se iban descubriendo y por tanto dio vía libre a
multitud de contagios. La falta de equipos de protección, tampoco
previstos en su momento, facilitó el contagio masivo de sanitarios a
los que tampoco se hacía el test, con lo que además de ir cayendo
se convirtieron en vectores del contagio. Nada menos que la quinta
parte de los infectados son trabajadores de la sanidad, el mayor
porcentaje del mundo. Las residencias se convirtieron en trampas
mortales para los ancianos sin que un sistema sanitario desbordado
las pudiese rescatar. Los resultados de esta tormenta perfecta están
ahí.
Por
si fuera poco, una calamitosa política de comunicación, con
mensajes contradictorios sobre los test, las mascarillas, las compras
en el extranjero, las salidas de niños y en general con la forma de
dirigir la pandemia, han destrozado la credibilidad de las
autoridades sanitarias en un tema en el que la colaboración
ciudadana y la confianza son fundamentales para llegar a buen puerto.
¿Podrían
haber sido diferentes las cosas con una dirección y unos expertos
más adecuados? ¿Se podrían haber adelantado las decisiones con un
mayor conocimiento de gestión sanitaria por parte del ministro y un
mejor asesoramiento? Por desgracia la Historia no da marcha atrás,
pero una mirada a países como Alemania, Finlandia, Islandia, Nueva
Zelanda, Corea, Taiwán...(por cierto, casi todos presidios por
mujeres) o incluso otros con una sanidad bastante más limitada que
la nuestra como Gracia y Portugal, pero con mucho mejores resultados,
nos pueden dar bastantes pistas de que otra historia de la crisis era
perfectamente posible.
Juzguen
ustedes.
Rafael
de Matesanz es fundador y exdirector de la Organización Nacional de
Trasplantes.